Por : César Hildebrandt
Hace semanas, en estas páginas, le pedí al señor Pedro Pablo Kuczynski que renunciara. Su respuesta fue enfurecerse y nombrarme malamente en una radio. Ahora que ha dimitido, no siento ningún asomo de satisfacción.
PPK se ha ido a su estilo. Disfrazado de inocente, nos ha dicho adiós como si no mereciéramos sus alturas, como si una conjura de la envidia fuese la responsable de su fracaso. Ni un gramo de conciencia. Ni un ápice de arrepentimiento. Parecía Nixon en agosto de 1974.
Si PPK hubiese renunciado a tiempo nos hubiese ahorrado este bochorno mayúsculo. Al final de cuentas, ha sido una maquinaria mafiosa la que lo ha terminado expulsando del cargo. Montesinos está vivo. Seguimos en la ciénaga del fujimorismo. Un país de sonámbulos vuelve al barro que parece amar.
¿Qué pasó con PPK? ¿Por qué el gobierno de los tecnócratas se convirtió en el gobierno de los sinvergüenzas?
La respuesta no es tan complicada. Desde hace mucho tiempo la llamada tecnocracia es parte de la maquinaria del despojo de dineros públicos y el tráfico de influencias. Eso lo sabía muy bien Marcelo Odebrecht. Eso lo saben la CONFIEP, el club de las constructoras, el minero aquel que se hizo de Yanacocha gracias a la ayuda millonaria de Montesinos y que ahora pontifica sobre la agenda política.
PPK es el arquetipo del falso especialista financiero. PPK es una fábrica de hacer dinero conectando gente, gobiernos, corporaciones y proyectos. PPK es una adenda, un otrosí, una letra menuda abogadil.
¿Qué pasó con PPK? ¿Por qué no pudo resolver algo tan elemental como saber definir su propio campo y el del adversario? La respuesta tampoco es refinada. PPK es un fujimorista vergonzante y creyó que como tal iba a ser considerado por la primogénita del fundador de esta dinastía purulenta. No tenía idea de con quién se metía. En estas modestas páginas, en junio del 2016, antes de que hubiese asumido el poder, le dijimos a PPK que el fujimorismo lo iba a vacar “por incapacidad moral”. Esa era la consigna. Ese era el tamaño de la rabia keikista. El asunto era caer o no caer en la trampa. Y PPK cayó.
A un modelo económico fatigado llegó un presidente de emergencia, un invento rápido creado para evitar que el fujimorismo y sus jaurías secuestraran, otra vez, la totalidad del Estado.
La paradoja es que nos hemos librado de un presidente mentiroso y de moral relajada gracias a la sordidez de los más mentirosos e inmorales de la política peruana. Es como si Carita hubiera depuesto a Tirifilo.
¿Cómo no sentir náuseas al oír a Luz Salgado, asidua de la salita del SIN, escandalizarse ante los recientes acontecimientos? ¿Cómo no agonizar un poco viendo al fujimorismo congresal haciendo el papel de jacobinos de la ética? Mamani, un Judas del Titicaca, ¿merece la santificación?
El fujimorismo ha vuelto a mostrar su entraña sucia. La hermana mandando a grabar negociaciones que eran, de por sí, inaceptables aun como propuestas coloquiales. El hermanito, que decía ser diferente, oficiando de puto palaciego y auténtico negociante de influencias. Los dos apareciendo como dignísimos hijos de Alberto Fujimori, el más tenaz foco infeccioso de la política peruana. Los dos diciéndonos que nada ha cambiado, que el Perú no puede salir de la pesadilla, que estamos condenados a la misma noria.
Le deseo lo mejor a Vizcarra. Pero me reservo el derecho a la prudencia.
Lo que pasa con los presidentes del Perú es que de inmediato los rodea el círculo vitalicio del dinero, sus escribas, los padrinazgos, las corporaciones, las concentraciones, los apellidos. A Vizcarra lo ven como el provinciano intimidado que será fácil domar. De él dependerá que no sea así. De él dependerá impedir un nuevo secuestro. Olvidamos hace demasiados años que el gobierno no es el silo de los empresarios. De Vizcarra depende que esto no se repita.
La expulsión, envasada de renuncia, de Kuczynski, debería leerse como lo que es: la comprobación de que la corrupción en el Perú no es un episodio ni un hecho aislado ni un asunto de clase. La corrupción en el Perú atraviesa todo el tejido social y ha dejado de ser anecdótica. Está en las raíces del Estado, en la intimidad empresarial, en los hábitos de la gente común y hasta en las aspiraciones de muchos que esperan su tumo para saciarse a cuenta del tesoro público. La corrupción circula, más vigorosa que nunca, por las venas del Perú. Odebrecht no es más que una sustancia de contraste que nos ha permitido ver la extensión del mal.
¿Aprenderemos de esta lección? No lo sé. Permítanme dudarlo.
Hubo una gran oportunidad para la regeneración del Perú. Fue cuando perdimos la guerra con Chile y habíamos tocado fondo. ¿Qué sucedió? Lo que pasó es que el Perú, herido malamente, se consoló con una nueva guerra civil. De ella salió triunfante el héroe de la resistencia, don Andrés Avelino Cáceres. Que nos gobernara el hombre que había conservado la dignidad y había salvado su vida milagrosamente en Huamachuco, ¿no era acaso un gran motivo de esperanza?
Pues no fue así. Cáceres se malogró en el poder y firmó el onerosísimo Contrato Grace, que reconocía deudas vigentes en los territorios que el Perú había perdido y que debieron atribuirse a Chile. Para consolidar el contrato, Cáceres se deshizo, violando la constitución, de los diputados que se oponían a su firma. En “Historia de la corrupción en el Perú”, Alfonso Quiroz llama a esa operación “un proceso en el cual intervinieron los sobornos” y recuerda a Basadre que, sobre el mismo tema, escribió: “corrió dinero”.
El héroe de la resistencia, el legendario Cáceres, terminó embarrado hasta los huesos. En 1895, luego de otras miserias, terminaría siendo reemplazado, previo enfrentamiento armado, por el hombre que había firmado el apestoso Contrato Dreyfus. Me refiero a Nicolás de Piérola, esa colección de mugres varias. El Perú no aprendió la lección ni siquiera cuando estuvo en lo más hondo del infortunio. Su inmunodeficiencia lo empujó siempre a reincidir.
¿Hará lo mismo hoy?
Que Martín Vizcarra, nuestro nuevo y legítimo presidente, entienda la magnitud del desafío, sería un gran avance. Que las miras altas lo acompañen. Que la historia lo aleccione.
FUENTE: “HILDEBRANDT EN SUS TRECE” N° 389, 23/03/2018
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