Por : César Hildebrandt P.T.
No confío en Joe
Biden.
Claro que será
mejor que Trump, pero eso no es decir mucho.
Mejor que Trump
habrían sido Mickey Mouse, Pluto, el Hombre Araña.
Y no es que Biden
sea una persona desconfiable. Su biografía, por el contrario, dibuja un hombre
de temple extraordinario, estoico y premunido de valores.
El problema no es
Biden. El gran asunto es el de siempre: the big money, el poder detrás del
trono supuestamente republicano. O sea, el Godzilla de las corporaciones, la
bestia decisoria que determina quién vale en la bolsa, qué ocurrencia del
Silicon Valley está predestinada a la grandeza de sus accionistas.
Los presidentes no
mandan desde hace mucho tiempo en los Estados Unidos. El último en hacerlo fue
Franklin Delano Roosevelt.
Que los
presidentes no pisan tierra firme a la hora de imponer criterios, es algo que
supo por experiencia propia míster Eisenhower, el general de Normandía. Y esto
que durante sus dos mandatos la palabra “corporación” no había adquirido el
peso totémico que tiene hoy. Eisenhower ordenó a la CIA conspirar (con éxito)
contra los gobiernos de Irán y Guatemala, pero se enfrentó al muro del
“complejo militar industrial” a la hora de modular su política social y
tributaria.
Trump se ha ido
después de que Estados Unidos ha demostrado que poco menos de la mitad de su
población está con sus consignas. Cuando el liberalismo se asusta, se
convierte en fascismo, esa condición que implica renunciar a la democracia en
nombre del nacionalismo, la identidad y la paz social varsoviana.
Pero hay varios
fascismos. El clásico es el de Mussolini, que es el de los populismos de la
banca y la industria. Pero el comunismo ha sido, en la práctica, el fascismo
en overol, la dictadura supuestamente popular, la depravación autoritaria que
exigía tu libertad hoy para dártela en el futuro paraíso.
Biden viene con
tantas limitaciones que sus primeros años los usará para reconstruir, en
parte, la reputación internacional de su país. Trump encarnó el odio a la
globalización vinculante, la furia ante el fin del hegemonismo americano.
Biden pretende
volver a la normalidad. ¿Qué es la normalidad a estas alturas del calentamiento
global? Para decirlo en breve, la normalidad consiste en trabajar junto al
resto de los países poderosos por mantener un modelo de desarrollo y
crecimiento insostenible en el mediano plazo e incompatible con la vida misma
en el largo plazo.
Europa pacta con
China una suerte de estatuto de convivencia. Y China es ahora el capitalismo
como lo imaginó J. P. Morgan y como lo hubiera querido el pro nazi Henry Ford.
Claudicar ante el modelo chino es aceptar que la monstruosidad es inherente a
la naturaleza del capitalismo. Un régimen de esclavitud salarial y masacre de
los derechos del individuo se yergue como alternativa mundial ante el
decaimiento del poder yanqui. Europa, como casi siempre, se agacha.
¿Dirá algo Biden?
¿Dirá algo de fondo sobre el gran drama humano de esta encrucijada? Porque,
desde la ciencia y la prospectiva, no cabe duda: el mundo tal como lo
construimos es un desafío a la razón; el consumo como clave del bienestar es un
insulto a la inteligencia; el uso todavía masivo de energías fósiles está
construyendo nuestra muerte global. En resumen, el concepto mismo de la
felicidad que tenemos es tan idiota que dentro de miles de años, si la especie
humana sobrevive, nos juzgarán como nosotros lo hicimos con los que
sacrificaban niños a sus dioses.
Necesitamos
líderes del tamaño del apocalipsis que se viene. Y lo que tenemos es a
pequeños administradores del infierno, gente que piensa en cómo continuar este
mundo absurdo.
Me alegra que el
bruto de Trump se haya ido a jugar golf. Pero no puedo entusiasmarme con
Biden, que en otras condiciones sería apenas un actor de reparto.
Del mismo modo, no
puedo alegrarme porque Armin Laschet vaya a suceder a Angela Merkel. Es la
misma CDU resignada la que seguirá tratando de ignorar la gran verdad: no somos
viables y tenemos que cambiar nuestra relación con el planeta, con los otros.
Por ahora somos las langostas más dotadas del orbe, el coronavirus más
arrogante. Porque encima nos creemos la gran cosa.
Fuente:
HILDEBRANDT EN SUS TRECE N° 523, 22/01/2021 p12
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