Por : Cesar Hildebrandt P.T.
Nací el año que, en el Perú, un cachaco embarró derrocando a Bustamante y Rivero y remedando el viejo estilo del populismo autoritario. El Club Nacional se llenó de celebraciones y burbujas. Fue el año en que mataron a Gandhi y a Gaitán, se creó el estado de Israel y empezó el bloqueo de Berlín. Neruda lo llamó “año de perros” por la persecución que padecieron los comunistas chilenos de parte del gobierno de Gabriel González Videla, a quien habían ayudado a llegar a la presidencia. Cuando tenía ocho y jugaba a la pega y a las escondidas, vi a mi madre salir a votar por primera vez. Ganó un tal Prado, que yo no sabía entonces que era hijo de un traidor y fugitivo. Tampoco supe que esa iba a ser su segunda presidencia. Prado fue el presidente que se dedicó vigorosamente a no hacer nada, a dejar que las cosas transcurrieran por los cauces benditos del orden y la paz. Prado adoraba la voluntad de la inercia y los mandatos de la tradición: usaba calesa, tenía un pecho metálico por las condecoraciones.
Yo era un lector que trabajaba en su miopía cuando llegó al poder, después de un año de confusión surgida de un supuesto fraude electoral, el señor Belaunde Terry, a quien una de mis hermanas adoraba porque hablaba como los ángeles y tenía pinta de tardío embajador español. Para ese entonces, estaba interno en el colegio militar Leoncio Prado. Ignoraba en ese momento que Leoncio había sido hijo extramatrimonial del hombre que había fugado en plena guerra siendo presidente y comandante en jefe de nuestros ejércitos derrotados.
Don Fernando Belaunde sí que hizo cosas, pero la derecha, con el Apra a la cabeza, le hizo la vida imposible. El Apra se había convertido en arpía y el partido del general Odría tenía en su sangre el bacilo que muchos años después, mutado, daría paso a la variante fujimorista. Ambos se encargaron de hacer ingobernable el país y la debilidad de Belaunde precipitó la ruina de la devaluación, el escándalo de una página perdida en los contratos con una petrolera filial de la Standard Oil y el golpe de estado de los militares.
Asustados por el peligro comunista que irradiaba la Cuba de Castro, los uniformados peruanos aceptaron que debían cambiar las cosas. No fue Velasco Alvarado, como sostiene la narrativa oficial de la derecha: fue el gobierno institucional de las fuerzas armadas.
Cuando entrevisté a Velasco Alvarado en su casa, carente de una pierna y esperanza, encontré a alguien que admitía haber fracasado. Quiso crear un país distinto y la misma gente que intentó favorecer pareció desentenderse. Lo que pasó con las cooperativas azucareras, por ejemplo, fue clamoroso. Lo que sucedió con los pequeños agricultores, que desdeñaban la ayuda financiera dada en el marco de la reforma agraria, no tiene fácil explicación. Velasco no se sintió traicionado por Morales Bermúdez, el felón, ni por la derecha siempre hostil: la puñalada que le hería la espalda y la memoria se la habían dado los de abajo.
Después llegó el segundo Belaunde y con él, con escalofriante simultaneidad, el senderismo. Belaunde II creyó siempre que el Perú era una doctrina –lo decía en serio– y quien sostiene eso debe exponerse a las consecuencias. Su segundo debut fue un desastre que desde 1982 tuvo un giro cívico-militar. Belaunde murmuraba políticas desde Lima, generales como Clemente Noel Moral libraban a su modo la guerra contra las pandillas de Guzmán. Un presidente sin norte y una tribu sanguinaria salida mentalmente de los arrozales de Camboya fueron demasiado aun para los estándares exagerados del Perú. De esa combinación salió el cuento analgésico que los peruanos solemos creer: la promesa del joven que nos refundará.
Entonces llegó Alan García y su combo. Fue un orador de inspiración castelariana que encendía los ánimos y un presidente que prometió el programa más ambicioso que el Apra pudo suscribir. La derecha, asustada, le temió, primero, y lo usó después. Cuando ordenó estatizar la banca, ya había perdido el juego de la opinión pública. El gobierno apestaba a corrupción. No fue el izquierdismo errático el que mató a ese régimen: fue la mordida, el diez por ciento, el dólar MUC agujereado, los signos de riqueza de un joven galán que se presentó como un Emiliano Zapata que iba a la librería “El Virrey” y terminó como cualquier Díaz Ordaz con su Tlatelolco encima.
Era mucho desastre mientras las hordas de Guzmán volaban torres, mataban alcaldes, incineraban centros de investigación agraria.
Llegó 1990 y el salvador –siempre un salvador– aterrizó esta vez vestido de inmigrante nipón, ingeniero próximo a los evangélicos, marginal marcado por el destino. Dos años después, aquel elegido se hizo dictador y obtuvo el respaldo de las multitudes. La democracia, esa incomodidad, entraba en receso. La libertad, esa futilidad, se restringía. La mano dura, la de Dios, entraría en acción.
Tras el arreglo de la economía y la derrota de Sendero, dos logros que lo hubieran colocado en la historia, Fujimori se dedicó a construir la más corrupta de las mafias que nos han gobernado. El fujimorismo fue un cáncer generalizado que lo cubrió todo. Un país enfermo de un mal autoinmune lo toleró hasta donde pudo. Nadie había llegado en nuestra historia de borrascas y apetitos a los niveles de malignidad que Fujimori les impuso a los peruanos. Siempre he creído que en ese hombre sombrío latía un deseo de revancha por lo que los peruanos les hicieron a sus padres y connacionales de ancestro. De otro modo no me explico la sangre fría con que impuso su mugre y la de sus secuaces.
Paniagua fue la brisa breve y Toledo más de lo mismo, en todo el sentido de la frase. Y el segundo alanismo, la gran oportunidad desperdiciada. Tuvimos precios de maravilla para nuestras materias primas pero la derecha avara volvió a dosificar el chorreo. Humala fue un aplazamiento, la gota que cavaba el hoyo, el asistencialismo como doctrina. No hay nada que decir del último quinquenio sino que fue un error de fantasmas sucesivos. Cinco años tirados a la basura.
Y ahora Alfredo Barnechea exige un gobierno de milicos que impida que el presidente electo sea proclamado. El señorito que tuvo el único programa de la tele permitido durante el régimen de Morales Bermúdez ha sufrido un ataque de nostalgia.
Mientras, Canal 4 hiede, la prensa concentrada termina de enseñar sus miriñaques, Martha Chávez regresa a la madriguera de donde nunca salió y el Jurado Nacional de Elecciones decide que el país vale un cuerno y sigue mirando, como si de un juego de ajedrez en un asilo se tratara, las trampas de bufete que el fujimorismo le tendió.
Ahora comprendo. Keiko Fujimori ha perdido por tercera vez, pero el veneno que el fujimorismo esparció sigue vigente. Nos complace roer instituciones, nos excita la anarquía, no nos avergüenza la corrupción. Estamos enamorados del peligro. Si el JNE proclama este jueves 15 a Pedro Castillo, habrá menos de dos semanas para la transición. Un congreso fiero espera a un gobierno legítimo y frágil a la vez. Y es nuestro bicentenario republicano. Estamos enamorados de la muerte.
Fuente: HILDEBRANDT EN SUS TRECE N°547, del 09/07/2021 p12
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