Por : César Hildebrandt P.T,
Terminemos de una vez: votemos por George Forsyth.
Es hora de completar la tarea de hacer de este país la comedia involuntaria que siempre, en el fondo, hemos querido ser.
Con Forsyth nos coronaríamos. El actual alcalde de La Victoria reúne todos los requisitos que la ciudadanía promedio parece demandar en estos tiempos: es simpático, es pródigo en habilidades diferentes, se lleva bien con un amplio sector de la prensa y no tiene idea de qué hacer con el país.
¡Perfecto!
Y si a eso le añadimos el Congreso que nos espera, estaremos completos. Doscientos años de haber trabajado duramente en la construcción de una republiqueta tendrán un desenlace majestuoso.
¿Cómo llegamos a esto?
Todo empezó cuando los partidos políticos se vaciaron de contenido y se convirtieron en rampas de lanzamiento de gentuza que pagaba en subastas su posición en la cédula electoral. Los partidos históricos murieron de vejez y quienes sucedieron a los antiguos liderazgos salieron de la conserjería y del patio de deportes. Y en el caso del Apra, el Haya errático y honrado fue reemplazado por quien fue el mejor orador de la región y, al mismo tiempo, el más amigo de lo ajeno de esta patria que abunda en malandrines.
Cuando este columnista era cronista y peatón, feliz y sin recuerdos, la política peruana era un sector de la cultura. Uno podía hablar con Andrés Townsend de Bolívar y sus contradicciones, con Cornejo Chávez de la derechización de la Democracia Cristiana germana por injerencia de los Estados Unidos y el peso de la guerra fría, con Ricardo Napurí del desarrollo desigual y combinado en la teoría de Trotsky, con Sánchez de Valdelomar y su amor por la morfina y los polvos cosméticos, con Genaro Ledesma de las exigencias de Manuel Scorza, su socio de aventuras en alguna isla del Gallo. ¿De qué podíamos hablar con Javier Diez Canseco? Aceptaba hasta discutir sobre Robespierre. Y cuando uno se cansaba del elenco de los políticos podía preguntarle a Blanca Varela, cuando hacía el suplemento cultural de “Caretas”, cuánto pesaba la herencia de Vallejo en las generaciones que precisamente debían librarse de él.
Lo que quiero decir, humildemente, es que el Perú no quería entrar a la OCDE ni se jactaba de tener miles de millones en el BCR, pero parecíamos un país donde la inteligencia y el humanismo reclamaban su sitio. Roberto Ramírez del Villar construía su enfisema pulmonar fumando como un loco mientras argumentaba con brillo las tesis de los tories peruvianos. Eran los mismos argumentos que durante años había lanzado “La Prensa”, de Beltrán, el mejor diario salido de alguna rotativa del Perú (más allá de su conservadurismo casi texano que tanto me repelía). Y frente a ese diario que debía tener un busto de Teodoro Roosevelt en la entrada, estaba “El Comercio” que dirigía, mismo Napoleón, don Luis Miró Quesada de la Guerra, un señor con el que hablé muchas noches para un libro que Pedro Rojas (Abelardo Oquendo para sus amigos) no llegó a publicar por un veto de los Miró Quesada herederos. Don Luis era un hombre que no se avergonzaba si decía la palabra que hoy no se pronuncia: patria. Y la decía con énfasis mientras le pedía a Viruca, su hija, que por favor trajera algunas galletas y quesitos de triángulo.
¿Cuándo fue que nos empezamos a ir al demonio?
Es difícil fijar la fecha, ponerle día y hora a la catástrofe. Lo cierto es que, al final, los decentes huyeron de la política y el lobismo se hizo cargo del Congreso.
Y llegó el primer García con su corte de los milagros, sus pasamontañas, sus uñas de capitán Garfio. Mientras se robaban el país desde palacio de gobierno (con minúsculas), un hijo del desvarío albanés, un maldito iluminado que decía haber leído a Kant en traducciones de mimeógrafo, un sociópata armado que se hacía llamar la cuarta espada del marxismo-leninismo hacía su trabajo de “batir el campo”.
Fue esa combinación –García+Guzmán– la que produjo a Fujimori, ese Frankenstein hecho de múltiples cadáveres.
El chino de la yuca y del bacalao tóxico terminó con el terrorismo planteando la barbarie controlada como método sustitutorio y nos sacó de la crisis económica haciendo una caricatura de la economía de mercado que sus mentores pregonaban. Terminamos con el terrorismo gracias a un régimen que corrompió la médula del país creando un estilo mercenario de hacer política y pudriendo a las fuerzas armadas y a la prensa, que se prestaron al juego. Y salimos del pantano económico donde nos había sumergido García construyendo un modelo económico hecho para que las empresas hicieran lo que quisieran y el Estado quedara proscrito de todo control real. No hablemos ni siquiera de los Colina, los Hermoza o los Joy Way: hablemos del neoliberalismo que en dosis de caballo debimos aceptar y cuya expresión más ruidosa y urbana fue la llamada cultura combi, los timones cambiados, la chatarra nipona resucitada en talleres chicha y donde, a partir de ese momento, se apretujarían indignamente los “salvados” por el fujimorismo.
No nos hemos repuesto de ese golpe que destrozó el país por dentro. No hemos terminado de convalecer. No sabemos qué hacer con estas ruinas.
Fujimori acabó con el tejido social que había permitido el diálogo, el equilibrio, la vocación de identidad nacional. ¿Qué pasa cuando un país ve podrida a sus fuerzas armadas, cancelado el sistema de justicia, arrendada a la prensa, comprados a sus congresistas, allanado el poder electoral, intimidado el Tribunal Constitucional, secuestrada la Fiscalía, sometido al Contralor General, emputecida la televisión? ¿Qué pasa cuando ese país sigue viendo a los defensores de ese holocausto institucional amagando elecciones y parapetados en el Congreso?
Pues pasa todo lo que hemos visto. Pasa que nos arrebataron la agenda de la historia y nos dejaron el diario de la sobrevivencia. Pasa, en resumen, que Forsyth pueda ser el presidente del bicentenario.
Fuente: HILDEBRANDT EN SUS TRECE, 19/07/2020 p9
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