Por :
César Hildebrandt P.T.
La duda me consume. ¿Quién de los que se ofrecen como rectores del país es el menos rechazable? ¿Alguien lo sabe?
Yo no lo sé. ¿Me inclinaría por quien propone la indecisión como doctrina y la ambigüedad como plan de gobierno?
¿Optaría por el personaje salido de “El nombre de la rosa”, ese señor de dicción arrastrada y anuncios de Cruzado? ¿Le daría mi voto al joven portero que hoy, después de la ruptura del encantamiento, parece ser el conserje de Nieto Montesinos? ¿O se lo daría a la candidata que ignora que el muro de Berlín cayó y que propone un megafestival de gasto público?
Vaya dilema. ¿Y la señora que lidera la organización criminal de mayor envergadura de la historia policial del Perú? Esa es, probablemente, la única persona que merece una certeza: me uno a la mayoría de los peruanos que anuncian en encuestas que jamás votarían por ella.
¿Y los liliputienses, fanfarrones, apocalípticos que se ahogan en el rubro “Otros”? Ellos son el plancton de nuestra política, las algas del roquerío. Entraron a la escena por la ventana cuando los que valían la pena abandonaron la política y los partidos se convirtieron en califatos. Ojalá que el porcentaje los saque del padrón, aunque estoy seguro de que volverán reconvertidos y con las mismas monsergas.
La historia oficial que está detrás de mis dudas se puede resumir así, con las siguientes palabras.
Este era un país que marchaba con paso firme al desarrollo y que ya se aprestaba a firmar los papeles que lo inscribirían en la OCDE. Ese era el sueño de la CONFIEP para mirar sin complejos a sus colegas de Chile. Nos llamábamos “los tigres” del crecimiento y había quienes nos adulaban comentando “el milagro” de nuestro “desarrollo”. Si Polo Campos el Zambo Cavero no se hubiesen muerto, entre ambos habría salido otro himno a la peruanidad (de esos que las barras entonan antes del penal errado y del palo aguafiestas).
Pero he aquí que de la República Popular China, que antes había querido exportar el maoísmo y sólo había podido producir en el Perú a Saturnino Paredes y a Abimael Guzmán, salió un virus de vocación planetaria.
La pandemia del Covid-19 nos desnudó: tres millones de falsos mesócratas -“clase media vulnerable”- regresaron a la pobreza, el desempleo y subempleo cubrieron a nueve millones de peruanos, la extrema pobreza alcanzó al 25 % de la niñez. De pronto, descubrimos la verdad: no teníamos sistema de salud, éramos un cuento narrado por unos pendencieros que se empeñaban en no recordar que el 75 % de nuestra economía era clandestina y no pagaba impuestos ni creaba empleos dignos de llamarse tales. La pandemia también nos puso frente a frente con nuestro sistema educativo, con la miseria de nuestra infraestructura vial y comunicacional, con la desigualdad inicua entre regiones y entre clases. La cuarentena nos retrató: en el país donde la pobreza monetaria se medía peor que en Biafra y el autoempleo se consideraba empleo, todos debimos cruzarnos de brazos en la soledad del aislamiento. Y todos asistimos a la odisea caníbal del oxígeno que decuplicaba su precio, a las clínicas (privadísimas) que se hacían más ricas, a las tempranas promesas de que todo iría bien.
Dejamos de ser los ricos ilusorios y volvimos a lo de siempre. Jorge Basadre nos apuntaba con un dedo, José Carlos Mariátegui sonreía gramscianamente. El delirio patriótico se deshizo ante miles de cadáveres y el escándalo del gobierno cuyos orejones se vacunaron por lo bajo.
Ahora tenemos una crisis descomunal porque es social, económica, política, monetaria, fiscal, productiva, sanitaria y moral. Tenemos el derecho de hablar de un drama de posguerra. El hambre merodea en las poblaciones pobres y una delincuencia alentada por la desaparición del orden más elemental empieza a tomar las ciudades. En Lima, el hampa está creando un archipiélago de distritos donde las alcaldías se han entregado a Carita y Tirifilo.
Para un desafío de este tamaño se requeriría un personaje extraordinario, una coalición sin precedentes de voluntades, un milagro laico de humildad y civismo al servicio del país. Nada de eso tenemos.
Allí están todos anunciando la multiplicación de los peces, la dación de la felicidad, el agua convertida en vino Tacama. Es el festival de las ofertas y las gangas. Nadie le advierte al Perú cuánto nos va a costar salir de esto, cuánto sacrificio colectivo supondrá derrotar la pandemia, recuperar la economía, a empezar a cambiar nuestra realidad desde los fundamentos. Ningún candidato le dice a su público que un país con el 75 % de economía informal y sólo el 14 % de presión tributaria no es viable. Nadie de ellos (y de ellas) nos dice que minería y agricultura tendrán que aprender a convivir. Nadie se atreve a romper el pacto infame ya no de hablar a media voz sino de rendirle tributo estridente a la mentira.
Por eso dudo.
Como usted, lector. No me resigno a que, meses antes del bicentenario, tengamos que elegir, otra vez, el mal menor, la mediocridad menos amenazante, la grisura menos chueca, la voracidad menos cochina. No me resigno.
Fuente: HILDEBRANDT EN SUS TRECE N° 530 del 12/03/2021 p12
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