martes, 27 de julio de 2021

4- EL PRIMER ESLABON DE ORO- EL INGRESO AL INTERNADO

 Quién de nosotros no recuerda con profunda nostalgia los primeros días de ingreso al colegio.Son escenas y vivencias que no se borraran nunca. A través de los años cada uno de los que estuvimos en tre sus húmedas paredes llevamos a flor de piel las anécdotas de cada día. Solo basta estar en una reunión en cualquier tiempo para que afloren esas nostalgias que nos forjaron como hombres de bien.

Pepelucho

EL INGRESO AL INTERNADO 

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Fue a mediados del mes de mayo de 1944 que unos 30 o 40 cadetes procedentes de provincias que habíamos logrado ingresar al CMLP, fuimos admitidos para internarnos anticipadamente, habida cuenta que muchos no teníamos alojamiento en Lima o el Callao y nos resultaba difícil esperar el 22 de mayo que era la fecha señalada para el internamiento de los 300 cadetes aceptados. Estos días previos nos permitieron a muchos ir conociendo todas y cada una de las características de la nueva vida que habíamos optado. Elmer Vidal, Pipo Pinasco, José Valdivia Trurner, Juan Carrión, Justo Fernández Concha, Alejandro Huarcaya, Pablo Castro Colina, Oscar Gómez y también Luis Aguirre Sánchez, quien a pesar de vivir en el Callao, se las ingenió para ingresar como si fuera provinciano, fuimos esos primeros internos. 

En esa época gran parte del colegio aún estaba siendo reconstruido, no tenía pista de desfile pavimentada, ni luz eléctrica en las áreas libres, tampoco había agua y todos los servicios estaban muy restringidos, tanto que como ya hemos señalado, la comida era proporcionada por el Restaurant Popular del Callao y el agua llegaba en camiones cisterna, como ahora se hace habitualmente en muchos asentamientos humanos urbano-marginales. Poco a poco empezamos a organizar nuestra vida en comunidad, todo era común, el dormitorio que albergaba 30 alumnos, los baños, el comedor. La rutina empezaba con el toque de diana a las seis de la mañana, luego el desayuno, la instrucción militar, alguna academia sobre puntos específicos, el almuerzo, el descanso de mediodía, las labores de la tarde, el rancho de las 6 y luego un período de relax entre las 7 y las 9 de la noche hora en la que éramos convocados para formar, pasar lista y marchar a nuestras cuadras, que así se denominaban los dormitorios donde teníamos cada uno, una tarima y un pequeño ropero para guardar las cosas que nos pertenecían. Terminada la comida se formaban pequeños grupos para charlar y contar chistes o charadas; fue en una de esas oportunidades cuando reunidos en la oscuridad de un patio, a alguien se le ocurrió prender un mechero para darnos luz y abrigarnos. Cogió una lata de leche vacía y la llenó de gasolina, extraída a un tractor aparcado en las cercanías. Prendió la lata y provocó una pequeña hoguera alrededor de la cual nos sentamos a escuchar los chistes que contaba Pipo Pinasco. Cuando estábamos en lo mejor de la tertulia, alguien poco precavido quiso coger la lata para cambiarla de lugar y al sentir que sus manos se quemaban lanzó el artefacto al aire con tan mala suerte que éste cayó sobre el cuerpo del colorado José Valdivia Turner quien en segundos se convirtió en una antorcha humana y empezó a correr y gritar sin atinar a defenderse del fuego hasta que fue alcanzado por uno de nosotros que lo tiro por tierra intentando apagar las llamas que abrazaban su cuerpo, lo cual logramos en poco tiempo. El loco Aguirre Sánchez, cabizbajo y asustado contemplaba la escena pensando que éste había sido su primer y último acto en el colegio. No fue así. Nadie lo delató. Fuimos como fuenteovejuna. Varios meses estuvo Valdivia internado en el Hospital Militar, y pasaron algunas semanas más hasta que regresó al colegio más colorado. Valdivia pertenecía a la segunda sección.  

Con este incidente previo nos preparamos para recibir el gran contingente de cadetes que se internó el 22 de mayo en la mañana. Algún avezado jovenzuelo de los que nos habíamos internado antes, hizo correr la voz de que en el ejército "la antigüedad es clase" y que nosotros, por ser antiguos, teníamos mando sobre los recién ingresados y que inclusive debíamos bautizarlos. Poco duró esta ilusión, sí creo que servimos de guía y orientación a los bisoños e imberbes recién ingresados y empezamos juntos, la febril tarea de entrenarnos para el gran día: el de la inauguración oficial del CMLP. 

Poco a poco fuimos acostumbrándonos a esta nueva forma de vida donde el cumplimiento de las órdenes y el respeto a los reglamentos resultaba fundamental y donde compartíamos diaria-mente una diferente forma de vivir. Los hábitos caseros tenían que cambiarse, hasta la forma de dormir y comer. Nada estaba signado por la improvisación y la diaria convivencia empezaba a poner en evidencia virtudes y defectos, también empezaron a destacar carac-teres abusivos o despóticos como los de Causillas en nuestra sección, que más parecía estar en un centro de readaptación social que en el primer colegio de la República. 

La Perla era nuestro nuevo hábitat, éramos vecinos de la residencia veraniega del Presidente de la República y estábamos cerca al primer puerto: El Callao. Llegábamos a La Perla en autobús y teníamos que bajarnos en la avenida de Las Palmeras desde donde caminábamos hasta la Costanera, o los que viajaban por tranvía llegaban hasta Bellavista y los recogían los camiones Thomton del colegio. Eran pocos los que venían en automóvil, traídos por sus padres. 

El viejo cuartel se erguía frente a unos farallones donde el embravecido mar alcanzaba grandes oleadas y frente a él una pista semidestruida que formaba parte de la avenida Costanera. 

Nos dieron uniformes de dril de color verde oscuro con cristina y botines negros, pullover y saco de cuero y todo empezó a ser estrictamente rutinario, desde la forma de saludar y presentar-se hasta la manera de tender la cama después de levantarse o la forma de arreglarla para dormir, donde también había que aprender a instalar un "mosquitero" pues parece que una plaga de mosquitos atacaba La Perla y se temía una epidemia de paludismo. 

En medio de toques de corneta, pitos, órdenes y llamadas de atención sobre el porte o la vestimenta, de apuros para el aseo o para no llegar de los últimos, empezó esta larga, fascinante aventura leonciopradina que se prolongó durante tres años.


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