LURIGANCHO NO ES DISTRITO
"El que no es revolucionario a los 20 años…no
tiene corazón;
el que es revolucionario a los 40 …no tiene
cerebro"
Winston Churchill
Sábado, 7 de marzo de 1970.
-Entiende hermano: “Lurigancho” no es un distrito- Es
un nuevo y supuesto moderno penal de Lima.
No solo eso. Es también un obligado encabezamiento
epistolar cuando en las misivas desfogantes del encierro se tienen
que escribir a los que no nos ven o no nos quieren ver, sin poder hablar o
gritar; embutiendo la verdosa bilis que brota desde adentro. Es obligada
epístola cuando estando tan cerca se está tan lejos. Pienso: nada se torna tan
preciado y se valoriza en su magnitud, como cuando después de tenerlo y no
apreciarlo se lo pierde y se esfuma, con felonía, con ironía, con impotencia…
derramando lágrimas hacia adentro. Es la Libertad. Palabra que levantó estados,
eliminó tiranos, estremeció mundos y dignificó al hombre. Oro de los
desposeídos muy pocas veces disfrutado.
Eran los años luces del General Velasco Alvarado. Un
soldadito más en la triste historia del Perú Republicano, quien por lucir las
estrellas en su uniforme y comandar una serpiente de tanques y aviones, sin
ningún atributo más que su audacia y ambición disimulada, pretendía cambiar a
un Perú al cual conocía -pensábamos- desde la oscura y estrecha ventana de un
cuartel. En el Colegio Militar Leoncio Prado nos habían inculcado el respeto a
las Leyes y a la Constitución. Velasco simbolizaba la antítesis de todo esto y
nuestro espíritu se revelaba. Era la versión uniformada de una grotesca e
indeseable casta militar, la cual me negaba a admitir con cierta autoridad,
basado en mi fugaz experiencia militar. Era al que debíamos el receso
universitario en el Perú cuando el 16 de febrero de 1969 promulgó la Ley
Orgánica de la Universidad Peruana, o Decreto Ley 17437, que intentó
reorganizar las universidades atentando, en el fondo, contra el espíritu
libertario y creador de las mismas.
Con Ilda Urízar de la Universidad Nacional Federico
Villarreal, Fernando Aris de la Universidad Nacional de Ingeniería, UNI, y
Salvador Gámez de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, nos creíamos los
elegidos. Ilda estudiaba medicina y la conocí en la facultad siendo su profesor
de matemáticas, aunque curiosamente teníamos casi la misma edad a
pesar que yo ya cursaba el cuarto ciclo en la facultad de Ingeniería Mecánica y
Eléctrica de la UNI. Ambos, con Fernando y Salvador incluidos, éramos miembros
de la JAP, Jóvenes Apristas Peruanos y nuestro lugar común era el local del
Partido Aprista Peruano en la Av. Alfonso Ugarte del Cercado de Lima. Estábamos
todos imbuidos de una mística creadora a la par que revolucionaría. Leíamos con
fruición todos los libros y panfletos políticos que llegaban a nuestras manos y
siempre estábamos al tanto de los movimientos sociales y las filosofías
políticas que asolaban al mundo, los cuáles eran nuestro alimento y objeto de
discusión diarios. Fernando era el teórico analista, Ilda la apasionada y Salvador
el guerrero. Yo era un pragmático que a veces no calzaba en esa vorágine
amical.
Con otros compañeros habíamos participado en la
fundación del ARE, Alianza Revolucionaria Estudiantil, un movimiento
universitario de fachada del Partido Aprista el cual hasta ahora
existe y asimismo, éramos miembros de la dirigencia del Comando
Universitario Aprista, un organismo abierto del partido que se caracterizó por
su actitud frontal ante la dictadura del Gral. Velasco. A ellos los
fastidiábamos, nos observaban y nos buscaban, hasta que, finalmente, por el
terrible delito de expresar libremente nuestras ideas - atentar contra la
seguridad del estado, le llamaban - caímos dos. A Ilda Urízar, todavía
viva en ese entonces y más tarde Ministra de Salud y primera ministra
mujer en ese Perú machista, la enviaron al penal para mujeres de Chorrillos; a
mí, a...Lurigancho, el cual -¡toma nota!- no es un distrito. Y, como suele
suceder, Velasco terminaría derrocado por otro
gorila más ambicioso.
Al final, ese lugar me reafirmó en mis convicciones
social-demócratas y me hizo ver de cerca al tradicional oponente. Escucharlos,
asistir a las charlas donde me dejaban entrar; asistir a sus
"talleres" de fabricación de “bombitas molotov” y detonantes, era
mágico e “ilustrativo” en extremo. Yo era el único aprista preso entre cerca de
80 políticos en la misma condición y en la misma área del penal. Pero debo
reconocer que, sin menoscabo de nuestras posiciones ideológicas y políticas,
los temidos rojos o “rabanitos”, personalmente, se portaron muy bien y jamás
hicieron escarnio de mis ideas ni de mis posiciones contrapuestas.
Particularmente, los líderes históricos del comunismo, como Fonken y
Héctor Béjar, allí postrados, fieles y sumidos en sus proclamas, a quienes tuve
la suerte de conocer, respetaban la trayectoria anti imperialista de Víctor
Raúl Haya De la Torre. VRHT.
Sin embargo, respiro hondo y me lleno de optimismo.
No todo está perdido. Este es un mundo extraño y hay que aprender su lenguaje
mudo, de miradas, de gestos, de gente que ha comprendido que en el rincón de
los despojos hablar no es más que un movimiento de cuerdas. Se nota. Tras las
rejas, que no son las nuestras, los muertos vivos quedan de pie, los brazos
flácidos y caídos, la frente entre los barrotes. Pero, lentamente nuestras
cejas se enarcan y la frente se arruga, las fosas nasales parecen querer más
aire y se dilatan y se ensanchan, bufan, y en la boca se dibuja un rictus de
ansiedad. Todavía se vive. ¡Hay todavía una hoguera interior!
Hoy día pensaba escribir una carta
despreocupada…quizás optimista. No sé a quién, pero tenía que escribir algo.
Mas el implacable destello de un forzoso encabezamiento hizo cambiar mi estado
de ánimo y prefiero ahogarme quedamente en un papel, ya que aquí todo lo que se
puede hacer se reduce a comer, dormir, leer, escribir y a dar los pasos
erráticos en una celda sin fin.
No sin dejar de ser pragmático creo ser tremendamente
subjetivo y apasionado. De aquí que cualquier variante de cierta inferencia en
mi vida me toca con grandes luces, llegando muchas veces a modificar mi
actividad pensante o actuante y, a veces, en la tenue luz de la meditación, me
hace mistificar la dulce áurea que corona la cabeza de la persona amada o me
hace abrir heridas que supuran: odiar con odio flagelante, estratégico y
sesudo, con respeto justo al derecho de vivir; o llorar por aquellos que
cansados ya de llorar, ensayan una lágrima de hombre. Recuerdo estos días
pretendiendo no olvidarlos jamás y, vagando en los recónditos nichos de mi memoria,
intento el inicio de algo:
Martes 5 de marzo de 1970, 7 pm. Un guardia Republicano vomitó una serie de exabruptos al mismo tiempo que hacía sentir el peso de su negra vara sobre el brazo de un compañero que pugnaba por recibir de un familiar una inocente cajetilla de cigarros a través de la ventanilla de aquel oscuro ómnibus color plomo que pomposamente ostentaba sobre un costado el rotulo de “Dirección de Establecimientos Penales “. Aquél mismo que desde la carceleta del Palacio de Justicia nos llevaría a nuestro paradero final: Lurigancho -que, te lo repito: no es distrito-. Curioso, esta palabra en ciertos rostros -aquellos macilentos, hundidos, enjutos, cortados- parecía sonar a paraíso y hasta reían y departían alegres. En otros, esos afeitados, blandos, con la digna vestimenta para presentarse ante un juez, la palabra despertaba una zozobra que se traducía en una mirada interrogante y de…miedo. Y se notaba. Y los primerizos nos asustábamos.
La Avenida Abancay a las 7 de la noche se veía hermosa,
algo en lo que nunca había reparado. El claxon de los carros, el parpadeo de
los avisos luminosos y el griterío y trajinar de la gente, sonaban a una
extraña e invitante sinfonía de la cual se sabía no se podía disfrutar. Luego,
una pista de asfalto y kilómetro tras kilómetro…¿será muy lejos? El tiempo
transcurrido me supo a horas… ¿puedo fumar?, y mientras el humo traslucía con
la pálida luz interior del ómnibus recordaba los 6 días que ya tenía
detenido. Sí, fueron cinco los días en los ruidosos calabozos de Seguridad
del Estado; una noche en las pestilentes y estrechas celdas de la Brigada
Criminal del “Sexto” y una tarde en la abarrotada Carceleta del Palacio de
Justicia. Fueron días tensos, por no decir temibles. Incomunicado los primeros
días sin saber en que desembocaría todo; la depresión sicológica, los cuatro
continuos insistentes y tortuosos interrogatorios diarios, las miradas
inquisidoras, las falsas sonrisas amigables, los cánticos de sirenas que
llamaban a una inexistente delación premiada, el constante martilleo de las
máquinas de escribir en el día y en la noche, 24 destempladas horas de tecleos
y tecleos para escribir la historia de un Perú muy vago; los intrincados
papeleos, las huellas digitales, las sorpresivas fotografías, el llanto de la
esposa grávida de mi precoz primer hijo hombre que deberá llamarse Marco, la
incertidumbre de los hijos solos...todo esto alimentando un incontenible volcán
de rabia que a los impetuosos 25 años no sabía cómo explotar.
Una tarde esa gritona y típica voz volvió a retumbar en los agitados pasadizos de Seguridad del Estado -…eeeese ingenierito… ¡sale con todo¡-. Llamado que para los privados de su libertad es ansiosamente esperado como augurio de bienes mayores o males peores. Luz clara extensa o sombra aún más oscura. Para mí era muy oscura. Los enemigos del pueblo, los ultras reaccionarios, no se contentarían con el suplicio psíquico, con el desgarramiento mental. Les era urgente que uno supiera de las mazmorras pestilentes, de las torturas físicas de aquellas víctimas de nuestra propia sociedad; de las infrahumanas condiciones de vida a tan solo unos cuantos metros de la civilización. Todo en la estúpida creencia que la convicción en las ideas pueden ser borradas o destruidas a punta de vejámenes.
La Brigada Criminal, como activista político
conocido, ya era un lugar visitado por mí. Pero la primera vez que estuve ahí
creo haber estado en una casa de huéspedes. Esta vez me ascendieron. Me
mandaron al primer escalón. Fue una experiencia sin parangón alguno. Desde los
ahogados gritos de castigo a la media noche, hasta las purulentas heridas de
algún posible infecto-contagioso, pasando por los rojos vómitos y la tos de un
innegable enfermo pulmonar. Todos ellos martirizados como el más despreciable de
los animales o el más vil de los esclavos. Fue entonces que cuando salía hacia
la carceleta del Palacio de Justicia, pensé que si alguna vez volvía a ese
sitio sería, ya sea con la espada justiciera en la mano o con el legajo
acusador que una verdadera revolución, tarde o temprano, tiene que
engendrar.
- ¡Béjar!- ...un largo pasadizo oscuro y unas
escaleras caracol sirvieron de preámbulo a este destemplado y autoritario
grito. De inmediato una magra figura, alta, de mirar taciturno, con unos
gruesos lentes, de incipientes canas en las sienes, vistiendo un pantalón de
buzo celeste con una camisa oscura a cuadros y calzando unas trajinadas
sayonaras emergió tras una puerta al mismo tiempo que esbozando una sonrisa
franca y con una perfecta voz modulada me decía: -Bienvenido a la Comunidad de
Presos Políticos de Lurigancho-. Era Héctor Béjar Rivera, sociólogo y conspicuo
comunista. Guerrillero y miembro del Ejército de Liberación Nacional. Fue casi
condenado a muerte y sufría una prisión que sus jueces mismos no sabían cuando
terminaría. De maneras serenas, afable, de porte distinguido, siempre
optimista y sonriente. Al tratarlo me comencé a preguntar: ¿Qué inescrutable
fuerza moral infunde el pensamiento de una doctrina para que un hombre
inteligente abandone todo, absolutamente todo, para dedicarse a matar para que,
paradójicamente, otros vivan? ¿el fin justifica los medios aún a costa del
sagrado derecho a la vida? ¿tiene el genio de Macchiavello alguna cabida en
esto? Desde ese momento mi mundo se estrechó para bien. Conocí diversas
personas que derramaron gotas en mis paramis sedientos, llenándome de
interrogantes, ilusiones, frustraciones y decepciones, pero también de
respuestas, conocimientos y agradables momentos.
Las celdas de los " políticos" no eran
precisamente iguales a otras existentes en el penal. Habitábamos en cuadras
plenas de camas camarotes. Y no eran esas cuadras del Colegio Militar,
exigentes y con autoridades al costado. Una vez que entrabas a esos ámbitos la
policía del penal se desentendía de ti totalmente y solo existías en las
pasadas de " listas" en las tardes, previas al cerrado completo de
todas las celdas. En este mundo, tu roce con los otros "políticos"
que penaban contigo era inevitable. A mi costado dormía un muchacho aparentemente
desprejuiciado, dichacharero y hasta simpático. Organizaba los
partidos de fulbito de las tardes. Me enteré después que era un
"robabancos"; es decir, formaba parte de un grupo de izquierda
radical que establecía que la revolución debía hacerse con el mismo dinero que
los ricos habían despojado a los pobres y que aquellos almacenaban en sus
bancos. Era una lógica forzada pero que funcionó en los
círculos universitarios comunistas de aquellas épocas. Lo admirable era su
convicción, su fuerza y su sustento razonado nada despreciable, aparte de que
actuaba mágicamente como si hubiese nacido para eso.
En el camarote que yo ocupaba, en la parte de arriba,
dormía Papo de La Lama, un muchacho unos 2 o 3 años mayor que yo,
cuyo semblante destilaba resignación y tristeza, si no indignación contenida.
Hablaba muy poco, casi nada, y pasaba las horas esperando la indefectible
visita dominical de su madre, una señorona de porte distinguido, de amplia
frente y glamour, que despertaba la curiosidad de los demás cada vez que
aparecía. Parecía ser el único bastón de Papo y aún en su silencio le rendía
pleitesía y muestras de amor. Papo provenía de una familia distinguida de Lima.
Cierta vez, una noche, inusualmente y por primera vez, me preguntó si tenía fósforos
para prender su cigarro. Ese día, en la penumbra de la tarde y después de 10
noches cercanas, conocí a Papo. Yo lo acompañé esa noche en las silentes
lágrimas que se escurrieron por su rostro.
Papo casi con desesperación que disimulaba con un desenfado engañoso, perturbado, ansioso, preocupado, veía pasar los carros raudos en sentido contrario con sus luces centelleantes. Eran ya casi las siete y la gente fatigada del trabajo, de vuelta a la miseria de las viviendas de cartones con latas y esteras y un hueco cual puerta, se exprimían en un casi bus de una casi ciudad. La pista llena de centenarios baches reflejaba el incesante trajinar de los fúnebres microbuses que diariamente transportaban a los millares de obreros de una de las zonas industriales más importantes de Lima, que se extendía a lo largo de la salida de la Carretera Central, vía importante y única conexión de la capital con las provincias de la sierra central del país , abastecedoras de gran cantidad de alimentos y materias primas del monstruo centralista capitalino, sede del omnipresente y todopoderoso Gobierno Central .
De pronto sus ojos pensativos recobraron la agudeza
del caso. A unos 200 metros de distancia, en el puesto de control policial de
Yerbateros, a la salida de la ciudad, un grupo de policías gesticulaban y
presumiblemente gritaban en su afán por revisar los vehículos de carga pesada
que entraban y salían de la ciudad; hacían sonar sus silbatos y los
choferes maldiciendo, pero sin vacilación, estacionaban sus vetustas
maquinas a la orilla de la pista a la espera de una revisión que de todas
maneras encontraría una falta y que obligadamente terminaría en una coima para
la "cervecita" del "jefecito", si es que alguno no se
sacaba la lotería y con la vista en la masa del delito , el asunto terminaba en
una coima de verdad para encubrir un contrabando o cualquier otro delito mayor.
Se inquietó esperando al policía.
El tombo se acercaba pausadamente, casi de
forma cachacienta haciendo escuchar el “toc, toc” del golpeteo del silbato
contra la palma de su mano abierta, mientras miraba insistentemente la parte de
atrás del carro. Se acercaba ahora más. ¿Qué pasó?, ¡seguramente un
soplo carajo!. Seguramente el conchesumadre se dio cuenta
que la parte posterior del carro estaba más hundida por el peso de las cajas
que tenía en la maletera. ¡Me jodí! Mi viejo gritando, mi vieja
llorando, Chacuta puteando, no más Waikiki, no más hembritas. ¡Las
huevas! soy un agente de la revolución social y tengo los medios físicos y
materiales para defender la causa. Nadie, menos yo, se va a joder por esto.
Un “serrano” con rostro cetrino y con un quepí más grande que su
cabeza lo alumbró en la cara con su potente linterna. Le hizo cerrar los ojos
mientras escuchaba un imperativo -¡bájese!- Fueron milésimas o
millonésimas de segundos- no lo sé- los que demoró en abrir los ojos
y percatarse que el tombo simultáneamente con la orden dada, llevaba
la mano derecha libre al bolsillo interior interno izquierdo de su chaqueta
mitad uniforme, mitad traje de vestir o mitad traje de dormir.
El desenlace fue rápido, rapidísimo, al punto que el
policía no llegó a sacar lo que pretendía del compartimiento de su mitad
uniforme. Las neuronas de Papo experimentaron un cortocircuito fulminante y
todo él se llenó de heroísmo, audacia, beligerancia, valor, decisión, firmeza,
temple, osadía, arrojo y consecuencia clasista. Sus manos fueron más rápidas
que las del tombo y del interior de su chaqueta emergió su Beretta
9mm. vomitando un fuego que iluminó fugazmente el interior del carro. Todo en
una sola escena, en un solo pestañear de ojos. El tombo hizo una
mueca de dolor y calló al asfalto negro. -Ni siquiera gritó el serrano- afirmó
alguien.
Algunas caras se voltearon en la dirección del carro
intrigadas por un sonido seco más o menos cercano. El chirrido de las llantas
de un carro que partía raudo con el acelerador a fondo los desconcertó, más aún
al contemplar la escena de una persona cuan larga sobre el asfalto y que
levantando pesadamente la mano izquierda parecía pedir una ayuda que llegaría
tarde, mientras que con la derecha sostenía algo que parecía una libreta.
Papo respiraba hondo y con la ventanilla del auto aún
semiabierta sus fosas nasales se impregnaban del aire frio y húmedo de la
noche, se sorprendía al sentirse sereno. Ni una pisca de nerviosismo o
remordimiento parecían reflejarse en su rostro. Abrió bien los ojos y se
concentró en la carretera que devoraba a 120 kilómetros por hora. Extrañamente
se sentía apurado mas no perseguido. Fue después de casi 3 horas cuando el frío
de la cercanía a Ticlio a 5000 metros de altura lo hizo recuperarse
de esa actitud impávida. Hacía buen rato había disminuido ya la
velocidad.
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Un día Eduardo (Papo, como le decían sus amigos)
pensó y de ahí comenzó a vivir. El chalet de Miraflores en el Malecón Balta,
con una “regia vista del mar”, le pareció ostentoso y demasiado grande. Sin
sentido esos jardines grandes y llenos de flores donde todas las semanas
llegaba un anciano cargando el peso de sus años sobre el mango de una lampa que
hacía de bastón, y unas enormes tijeras que a duras penas sujetaba y al cual,
su madre, miraba con cierto desdén, porque podía hacer con una flor lo que una
corte de modistos y peluqueras no podían hacer ya con ella: ponerla
hermosa.
Papo reparó en lo que le dijo su tío, aquel tío
profesor del Colegio Alfonzo Ugarte a quien su madre lo llenaba de innumerables
–¡Qué barbaridad¡- porque el cuello de su saco mostraba evidentes signos de
desgaste, porque en su cara mustia habían siempre huellas de una matutina
afeitada vacía o porque los tacos de sus zapatos, vistos desde atrás, mostraban
una línea oblicua ascendente de adentro hacia afuera, como queriendo testificar
la proporcionalidad de su consumo de acuerdo a su actividad y sus piernas
arqueadas. -Papo: llega un momento en la vida de un hombre en que todo
desarrollo físico y deleite sensorial sucumbe ante la perspectiva de un
desarrollo mental- le dijo el tío Juan. De pronto la tabla hawaiana le comenzó
a parecer más pesada cuando en los días de verano a las 10 de la mañana,
descendiendo por la empedrada pista que da a la playa del Waikiki, tabla al
hombro, iba al encuentro de Rebeca para que se deleite con sus músculos y
admire su pericia.
Y aquel aprendiz de playboy de 20 años, alumno del
segundo año de Ingeniería, que gozaba de una fortuna generosa de
papá. Ese del Haití a las 6, terror de las discotecas; el rebelde de la
moto de 250 CC, con escape libre, claro; el mocoso engreído de las prostis
del Gato Negro. Aquel próximo brillante ingeniero -como tu papi- según mamá.
Aquel niñito pitucón que despreciaba a esos cholitos revolucionarios
de la UNI; esos, como decía papá, que no son más que una sarta de resentidos
sociales…ese, ese despertó y los ojos se le hirieron y el corazón le
sangró.
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La “Residencia de Estudiantes de la Universidad
Nacional de Ingeniería” enclavada dentro del mismo campus universitario, era un
nido de comunistas. Y esto no era un secreto para nadie. Ahí se planeaban todos
los tipos de manifestaciones del PCP, Partido Comunista Peruano, a nivel
estudiantil y quizás más allá. Era un lugar inexpugnable en donde ni la policía
podía entrar, en aras de una forzada interpretación de la Ley que estipulaba la
denominada " autonomía universitaria".
-Mira pituquito, esto es una cosa seria y no
queremos gente que actúe por compasión. Para esto necesitamos gente con
conciencia de clase. Tampoco te la des de intelectual porque, así lo seas,
nuestro grupo es pragmático, de acción. No queremos formar en nuestro seno
futuros “ingenieros” que vivan en Miraflores y que se pasen la vida dirigiendo
la revolución por teléfono. Entiende: somos nosotros o ellos y tú
desgraciadamente eres de ellos. Dime: ¿matarías a tu hermano para darles de comer
a miles de babeantes criaturas de algún mísero pueblo joven de Lima, aquellos
cuya única comida consiste en la leche y el pan que diariamente les llevan esos
gringos del Cuerpo de Paz a cambio de un lavado cerebral que permita la
continuidad en la explotación? Me entiendes ¿verdad?; mira camarada, vete,
comprendemos tus sentimientos, pero también nos los explicamos. No son nada más
que un arrepentimiento unido a un gran complejo de culpa por la insensibilidad
que has tenido y que los tuyos la seguirán teniendo. No nos sirves. La mejor
manera de ayudarnos es callando lo que has visto y escuchado y no volviendo a
recordar más de esto. ¡Ha! ...al salir cáete con 100 mangos; dáselos al Bala,
nos van a hacer falta-.
Papo paseó su vista por aquel lúgubre dormitorio.
Tenía una amplia ventana pintada de un blanco sobre los vidrios al cobijo de
miradas indiscretas y de ellas colgaban pantalones y trusas con el evidente
signo de haber sido recientemente lavadas. El comandante Chacuta, el que
le habló, estaba sentado sobre una frazada a
cuadros, semi-recostado sobre la parte superior de una cama camarote
que le daba altura al dirigirse a los de abajo; era el único mueble del lugar
aparte de la silla donde él se encontraba sentado. En la parte baja del
camarote habían dos más. Uno de ellos barbudo con un polo del Che
Guevara a quien llamaban el Bala y el otro, Felipe, compañero de salón de
Papo.
La Residencia de Estudiantes a esa hora parecía estar
vacía. Los últimos que se habían quedado a ver televisión en el hall de entrada
ya se habían retirado y solo quedaban algunos cuantos en la Biblioteca de al
fondo. El silencio era casi absoluto. Tan intenso que los ruidos provenientes
de la Avenida Túpac Amaru, a unos 200 metros de distancia, parecían ser mil
veces multiplicados cuando aparecían. Por eso pareció quizás más contundente,
más enérgico, más convincente, cuando dirigiéndose a Chacuta le
dijo firme y simplemente; -¡Pruébame!.
——————————————-
El trabajo de Héctor Béjar y otros estaban dando sus
frutos. Los guerrilleros se ganaban a los campesinos en la Sierra Central y
avanzaban del campo a la ciudad burlando a la policía y al ejército. El
gobierno se desgañitaba afirmando, cada vez con menor credibilidad, por todos
los medios informativos oficiales, incluyendo los afines y los confiscados que
ya eran oficiales, que aquello que los comunistas afirmaban que eran guerrillas
organizadas, no eran más que grupos dispersos de delincuentes y
cuatreros aliados con el narcotráfico. Sin embargo, estas armas de defensa parecían
ser la prueba de su genuina preocupación. Aun así, las guerrillas necesitaban
de apoyo logístico de la capital. Armas, municiones, propaganda, dinero, debían
ser llevados desde los clandestinos depósitos de Lima hacia los puntos de
distribución en la Sierra Central.
Papo tenía una misión específica -tipo “A1”, le
dijeron- por lo arriesgada, la misma que la cumpliría aunque no le
terminaba de agradar. Efectivamente, era muy peligroso el transportar armas y
municiones. -No camarada- le había dicho Chacuta - la lucha no es solo en
el campo de batalla con un fusil en el brazo. Hay otros frentes tan o más
importantes y cada hombre debe estar en el lugar donde sea más útil. Aquí en la
ciudad necesitamos hombres como tú, incapaces de levantar sospechas por su
condición social; gente que pase desapercibida, por eso puedes quedarte; pero
te advierto que en esta nuestra lucha por la justicia social tan igual puedes
morir en la sierra como aquí en la ciudad, cuídate.
Los veinte días posteriores le significó a Papo
decirle a mamá que los pasaría en San Bartolo en casa de Pocho, su primo. De
esta manera aprendió a armar y desarmar un FAL, Fusil Ametralladora Ligero, en
menos de cinco minutos; asimismo aprendió como afinar su puntería con la
Beretta 9mm que le habían asignado. El grupo Mártir Olaya -MO1 para tu
identificación- tenía asignado para entrenar los arenales del kilómetro 160.5
de la carretera Panamericana Norte, poco más allá del puerto de Supe
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Eran las 6:30 de la tarde y Felipe no llamaba según
lo convenido; estaba nervioso y sentía una tensión desacostumbrada. Su madre,
medio en broma, le había mostrado su sorpresa de encontrarlo un día viernes, a
esa hora, viendo televisión. - ¡Papito! ¿no estarás enamorado y te han dado
lata? - . Felipe tenía fama de cumplidor y disciplinado ¡que carajos le
pasaba!
El día anterior, en el carro de mamá, él y Felipe
habían transportado hasta el garaje de la casa seis cajas - te encomendamos
granadas, municiones y cartuchos de dinamita, cuídalos. Los camaradas de la
Sierra lo necesitan- le dijo el Comandante Chacuta. Las instrucciones eran
claras, precisas y concretas. A las 6 de la tarde debería recibir la llamada de
Felipe y recoger a este del lugar que le indique. Él sería el portador de cualquier
detalle o alteración del plan. A la hora indicada debían tomar la Carretera
Central que conduce a Huancayo abordándola tomando la Av. Grau desde la Plaza
del mismo nombre en el centro de Lima. Las cajas cerradas y selladas, con su
preciado cargamento, tal como las recibió, deberían ser transportadas hasta un
lugar denominado “Restaurante Turístico el Gigantón” situado en el pueblo de
Chupaca a 30 kilómetros de Huancayo, en el Departamento de Junín. Ahí, a
las 10 de la mañana del día sábado, encontraría una camioneta Pick-up color
verde oscuro de placa F9O437y con techo trasero de lona. Debía hacer contacto
con el chofer, camarada Mario, utilizando la contraseña del día: “Hay truenos
en la sierra”, se dirigirían con él al lugar donde este indique y, burlados ya
todos los controles de carga, harían el trasbordo debiendo él y Felipe regresar
a Lima de inmediato.
Todo era simple, sencillo. Las instrucciones habían
sido anotadas por él, memorizadas y luego quemado el papel. Desde la mañana
había prácticamente montado una guardia sobre el garaje e inventado
mil pretextos para que nadie entrase. A María y Pedro, los empleados, les había
dicho que les tiraría una patada en el culo si es que se atrevían a tocar los
repuestos de la moto que estaba preparando para las carreras del próximo mes. A
papá, considerando que el Volkswagen de mamá era demasiado pequeño. Le había
sacado las llaves del Chevelle Malibú para ir donde Pocho el fin de semana; él
podía usar el GMG deportivo y pequeño que utilizaba para ir los sábados en la
mañana al Golf Club de Orrantia.
– ¡Debes descansar de ese carro pesado papá!
además, tu sabes, me ha salido un plancito con dos patas y ¡ni hablar
del Volkswagen de la vieja! muy chico papá –
-De acuerdo Papo, no te esfuerces, solo recuerda mandar
a arreglar una luz de peligro del faro trasero que creo se ha quemado- le
habría respondido complaciente.
———————————————-
6:45, Felipe no llama pero él no puede
fallar en esta su primera misión de importancia. -¡María!....me voy, si
me llaman ya salí a San Bartolo, regreso mañana en la noche- gritó, más que
habló, decidido a llevar la empresa solo.
Durante los meses de verano, Lima a esa hora, recién
comienza a oscurecer. La penumbra de la tarde le pareció un mal presagio.
Estaba saliendo con casi una hora de retraso y sabía que eso estaba mal. En el
campo de entrenamiento le habían enseñado que la mejor arma de un guerrillero
era el fiel cumplimiento de sus instrucciones en donde la ejecución de tiempos
y movimientos en los momentos previstos eran de suma importancia. Le habían
enseñado que el comando nunca diseñaba una operación sin antes haberla revisado
y comprobado por lo menos cinco veces. Le habían enseñado que en una
operación todos eran necesarios, pero no imprescindibles y que la falla o
deserción de uno, si no hay indicios de traición de por medio, no
debía ser óbice para no continuar. Era su primera misión importante y él había
dudado de Felipe ¡no podía fallar!. Ahora descuadrado en su horario
se sentía más nervioso.
Avanzó por la Avenida Larco y dobló en
Benavides. A esa hora lo sorprendió el prendido automático del
Alumbrado Público. Esto lo sacó un poco de su retraimiento y mientras
esperaba la luz verde de un semáforo se acordó también de prender las luces del
carro. Casi simultáneamente con la mano derecha se palpó la ‘Beretta’
que tenía en el bolsillo interior izquierdo de la casaca de cuero que
llevaba. Todo estaba en orden menos lo de Felipe ¿Qué le habría pasado? Los
blandos muelles del Chevelle hacían que no se sintieran los baches de la pista
a la altura de Surquillo. Se disponía a doblar por la Av. Javier Prado para
seguir por Nicolás Arriola y tomar así la Carretera Central, cuando
de inmediato recordó que su carta de recorrido no le indicaba esa ruta ¿por qué
mierda no era así? ¿no era acaso el recorrido más corto? Tenía que
salir a la Carretera Central por la Avenida Grau. Posiblemente lo habían hecho
así porque Felipe vivía cerca de la Plaza San Martin. ¿Dónde estará ese
jijuna…?
Tomó la Vía Expresa. A esa hora el tránsito era
intenso pero fluido. Pensó en el camino hacia La Oroya, antes de Huancayo; con
ese carro no tendría problemas. Al llegar al Estadio Nacional atribuyó tal
olvido a su nerviosismo, pero aun así se reprochó no haber recordado las reglas
de su misión “A1”. No entendía como su nerviosismo (o era el miedo)
lo podían hacer olvidar esos cartelitos esparcidos en la casa donde estuvo,
junto con otros cinco, durante su intensivo entrenamiento de 20 días en el
Norte del país. Si parece que los estaba viendo porque estaban por todos lados,
hasta en el lavatorio: “tu vida, por el bienestar de millones” “matar por la
causa es glorioso”, “morir y dar muerte”, “ no hay revolución sin
sangre”, “clase A1: arma sin seguro’….. Sí- se dijo- se palpó la Beretta
y le sacó el seguro. A la altura de la Plaza Grau dejó la Vía Expresa y dobló
tomando la Avenida Grau. Iba rápido -tengo que recobrar el tiempo- sin embargo,
no avanzaba mucho. El tráfico en Grau era torpe y una hilera
interminable de semáforos parecían haberse confabulado contra él ,
Por fin alcanzó el final de la Avenida y superando a dos microbuseros que lo
cerraron logró doblar hacia la derecha para tomar la Carretera Central. Apretó
el acelerador y pudo avanzar más rápido. La brisa que en ese momento entró lo
serenó un poco y lo puso más optimista Estaba ya en ruta.
———————————————-
La inmensa pampa de Junín se abrió devoradora a sus
ojos. También conocida como el “Altiplano de Bombón“ tiene una
extensión de 53,000 Hectáreas y está a 3,4000metros sobre el nivel del mar; sin
embargo, después de haber pasado Ticlio. El frío clima no lo
afectó y lo recto del camino le permitió acelerar un poco más. Iba ensimismado
en sus pensamientos. De repente la figura del policía muerto lo comenzó a punzar.
Era joven aún el serrano, de unos 35 años y probablemente tenía hijos y
esposa; pobre cholo, se cruzó en mi camino pues, y yo gané, podía haber perdido
también. Se dio cuenta que recién recapacitaba sobre los hechos acaecidos hace
unas horas, a su salida de Lima. Se auto justificó y puso a la revolución como
testigo. No hay revolución sin sangre. Aceleró un poco más y se dejó acariciar
por el arisco aire helado de la madrugada que lo despertó de su letargo.
Prendió la radio y siguió su larga y recta ruta por la pampa terrosa de Junín.
De pronto la radio anunció un “flash” que le robó la atención. - Un policía
-decía el locutor- ha sido asesinado la noche de ayer por el conductor de un
Chevrolet de color plateado al cual el policía trató de detener por no tener
luz roja de peligro en uno de los faros traseros. El conductor del vehículo
detenido no quiso aceptar la multa impuesta por el policía, reaccionando en
forma beligerante y disparando sobre el policía cuando este intentó
multarlo...seguiremos informando sobre este infame crimen-
Papo detuvo el auto, se bajó y aspiró hondo. ¿Cómo
pude ser tan estúpido como para no darme cuenta?... no me iba a disparar, no me
quería a mí, no quería mis cajas, ¡quería imponerme una multa, carajo! y lo
maté por eso ¡qué imbécil!... Se sacudió la cabeza y volvió a subir al
carro, lo hecho, hecho estaba. Ahora había que concentrarse en cumplir la
misión, bien, sin más errores ni contratiempos. Aceleró más todavía sumiendo
cólera y fiera voluntad, pero el policía muerto volvió a colgarse de sus
ojos.
Eran las seis de la mañana cuando la presencia de
casitas y barrios aislados anunciaron la inminencia de Huancayo mostrando el
frondoso Valle del Mantaro ubicado sobre la margen izquierda del caudaloso Río
Mantaro. El clima se había suavizado y si no fuese por su tan accidentada
geografía que dificulta su comunicación, sería, pensó, el lugar ideal para
vivir. Conocía la ciudad. Tomó la Av. Ferrocarril, bajó por Centenario y dobló
hasta dar con el Hotel Presidente. Las calles poco a poco se iban poblando de
afanosos comerciantes y transeúntes. Estacionó el Chevelle frente al Hotel
Presidente y bajó para hacer tiempo y desayunar. Antes prendió la radio para
ver si habían noticias; buscó, no encontró nada. Compró un “Comercio”
a un canillita y entró al hotel.
Eran las 7:45 de la mañana. El periódico no daba
ninguna noticia sobre el policía. Eran 30 minutos hacia Chupaca. Decidió
esperar hasta las 9 y salir.
Avanzó despacio por la carretera hasta la
vía Coronel Parra, cruzó hacia la otra margen del Mantaro y después
el puente Eternidad sobre el río Cunas. Siguió avanzando por Parra dejando
atrás el Camal y la Municipalidad para finalmente arribar a la ya soleada Plaza
Principal de Chupaca. De ahí tomo la calle Andrea Arauco hasta que en el cruce
con Antonia Marro distinguió el curioso letrero del “Restaurante Turístico El
Gigantón”. Se estacionó, bajó, y comenzó a buscar entre los autos estacionados,
la placa memorizada (F9O437). ¡Ahí estaba! Era efectivamente una
camioneta Pickup con lona trasera, de color verde. Se percató que en el
interior estaba sentado, fumando, un individuo achinado medio calvo, pero...
¡había una mujer a su lado!. No estaba así programado y le engendró
una duda. No obstante, después de unos minutos de observación decidió arriesgar.
Se acercó vacilante a la ventanilla del chófer y con señas le indicó que
bajara su luna:
-Hay truenos en la sierra camarada-le dijo a manera
de una advertencia que quería ser saludo.
- Así es camarada, disculpa, la camarada me acompaña
por una cuestión de salud. Soy epiléptico y en cualquier momento convulsiono y
requiero remplazo.
-Está bien, ¿Cuál es tu nombre? - preguntó Papo
todavía escéptico.
-Mario
-Está bien… ¿cómo es?
-¿Traes el paquete? —
-Claro, te los entrego tal como me los dieron
-Ya, solo sígueme
-Papo regresó a su carro y alcanzó
al Chino calvo que ya estaba en marcha y lo siguió hasta la
Circunvalación. De ahí, en fila, recorrieron varios kilómetros hasta llegar al
desolado cruce con la carretera Yauyos-Cañete. A unos 200 metros del cruce
había una construcción precaria que parecía ser un taller de mecánica por el
letrero sobre un portón cerrado, o una fonda al paso por las mesas y sillas que
se acomodaban bajó un destartalado cobertizo de tela sucia. El Chino se
acercó al portón tocó cuatro veces el claxon y el portón se abrió mientras le
hacía señas con las manos para que Papo también entre. El lugar era amplio
y habían tres carros más; los dos estacionaron en estacionamientos
vacíos continuos. Papo y el chino bajaron de sus vehículos.
-¿Cuantos paquetes son? indagó el Chino.
-Son seis cajas y como te dije te los entrego tal
como me las dieron, cerradas y sin abrir. Son pesadas- puntualizó Papo- como
queriendo reafirmar su cumplimiento a la letra.
-Tranquilo camarada, no pasa nada, nadie duda de ti.
0ye, ¿todo bien? ¿no eran dos?
-Falta Felipe. No se apareció a la hora y lo tuve que
dejar. No sé qué mierda le pasó.
-Está bien. Informaré. Lo de mi acompañante ya lo
saben por si acaso.
-Papo introdujo la llave en la chapa de la maletera
para abrirla, cuando en un acto inesperado el Chino lo tomó del brazo
y le dijo:
-¿Estás seguro?, ¿no abriste ninguna?
-Seguro, ¿cuál es el problema?
-Nada, sigue nomás
Comenzaron a descargar las cajas y a transportarlas
junto a la camioneta del Chino.
-Ahora debemos chequear el contenido- dijo
el Chino y procedió a abrir una de las seis cajas. Con una
parsimonia digna de un entierro, tomó una de las cajas, le quitó el sello y la
cinta plástica que la envolvía, abrió las hojas de la maciza caja de cartón y
procedió a examinar el contenido.
Las habían blancuzcas, grises y medio
azulinas. Eran grandes pero de diversos tamaños y parecían
puestas al azar... ¡eran piedras!
El Chino volteó para auscultar la cara de
Papo quien estaba perplejo, entre medio asustado y decepcionado. No podía ser.
Nadie había tocado las cajas, no podía ser.
-¡No puede ser! debe haber habido una
equivocación.
-Bueno... veamos las demás- respondió el Chino,
sin abandonar ni un milímetro la parsimonia mostrada.
Ambos tomaron la siguiente caja y después la otra y
así sucesivamente hasta llegar a la última. Al terminar de abrir una caja, Papo
miraba al Chino como interrogándolo. El Chino ni lo miraba,
solo decía –la otra – sin ninguna expresión de sorpresa, cólera o desesperación
en su rostro y menos con trazos de una convulsión epiléptica. Todas estaban
llenas de piedras algo pesadas.
-No me imagino que puede haber pasado. Tiene que
haber sido una equivocación, sí…no puede haber sido otra cosa. Yo he hecho todo
lo que me dijeron. Nadie se ha acercado a las cajas. Estaban selladas y tal
como me las entregaron las traje. ¡Carajo! no puede ser…
-A ver, cuéntame con detalle todo tu periplo, desde
que te entregaron las cajas hasta que me las distes hoy- salió por fin de su
letargo el Chino.
Papo, nervioso, como que respiró hondo y comenzó a
narrar todos los hechos y circunstancias acaecidos hasta la entrega de las
cajas. Omitió lo del policía muerto. El Chino se quedó pensando un
rato y luego añadió:
-Bueno…parece ser un caso típico..
-¿Caso típico de qué?...no jodas, yo no he hecho
nada
-Tranquilo compadre, no te me dispares. Esto parece
ser un examen. Un caso típico de prueba de la persona. Por lo que veo parece
ser, compadrito, que en Lima todavía no te tienen la confianza para llamarte
camarada. Te han puesto una prueba y parece ser que has cumplido. Ya
veremos.
-¿Cómo?... ¿una prueba?, no me jodas carajo. Me las
he pasado tres noches sin poder dormir, solo pensando en la Misión y ahora
esto... ¿una prueba?...no pues.
-Bueno, ese es tu problema. Son asuntos de Lima. Yo
solo te informo para que no te paltees. Daré cuenta a Lima, tengo mi
testigo- dijo, mirando a su compañera. - Ya puedes irte- agregó el Chino,
en forma seca y omitiendo intencionalmente el “camarada”.
-Papo se dio media vuelta y sin despedirse, a pasos
largos, sin correr, se dirigió contrariado a su auto. Al subir, le provocaba
patear el carro. Mandar al carajo todo. ¿Cómo podían burlarse
de mi de este modo?...¿acaso no he sido lo suficientemente
sincero y leal con el Comando?. De repente Chacuta tendrá algo contra
mí, de hecho no le caí bien desde el principio… ¿y ahora?, quedo como
un huevón y encima con un pobre cholo muerto. Prendió el carro, dio marcha
atrás para salir del garaje y una vez en la carretera apretó el acelerador con
fuerza y con cólera, he hizo que las llantas chirriaran al romper la
inercia.
Eran ya las 11 de la mañana. Si todo iba bien
llegaría a Lima a eso de las 7 de la noche. Volvió a pensar en el policía
muerto. Había hecho bien; fue un acto de legítima defensa de la revolución, se
auto consoló. No existe revolución sin sangre y, aun cuando había estado a
prueba sin saberlo, lo hecho se encuadraba estrictamente dentro lo estipulado
para una misión “A1” dentro del grupo
revolucionario. Chacuta y los demás así lo entenderían y por fin
sería admitido sin más pruebas. Hizo bien en no contarle lo del policía
al Chino. Era un pasaje no previsto y que debía permanecer en secreto
hasta que el Comando lo decidiera; estaba bien y con una actitud más optimista
se concentró en la carretera.
———————————————-
La policía en Lima, como es usual cuando asesinan a
uno de los suyos, una vez conocido el hecho, puso en actividad todos sus
recursos sin escatimar esfuerzo alguno para dar con el delincuente. En las
primeras horas del sábado llegaron a ubicar a tres testigos del crimen: dos
choferes y un transeúnte. El más valioso y concreto resultó ser el transeúnte.
Había logrado distinguir el color plata de un carro grande, sin precisar la
marca, pero sí memorizando la placa del mismo.
Al mismo tiempo, despreocupado, fresco, y hasta
sonriente, después de rendir su manifestación, Felipe salía del
calabozo de la Sexta Comisaría de Alfonso Ugarte donde había pernoctado. Había
sido detenido la noche anterior en circunstancias en que armado con una brocha
y un tarro de pintura roja terminaba de escribir sobre una pared del inmaculado
Círculo Militar de la Avenida Salaverry, las siglas de Ejército de Liberación
Nacional “ELN”. – No lo pude resistir hermano, era la pared más pajita que
había visto en mi vida, y te imaginas… ¡el Círculo Militar! – habría dicho
luego.
Mientras Papo, optimista y más pegado que nunca
a su revolución, devoraba kilómetros con destino a la Capital, diversas
guarniciones de la policía se ponían en acción para dar con un vehículo color
plata de placa A7P654, presumiblemente un sedán de marca americana, con una de
las luces traseras de peligro averiada, desde el cual, alguien definitivamente
anormal, había disparado acabando con la vida de un policía, solo porque este
intentó ponerle una multa.
A las dos de la tarde del día sábado 10
de Abril de 1965, todas las entradas y salidas de la Carretera
Central, desde Lima hasta Huancayo, estaban resguardadas por la policía.
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A Papo se le nublaron los ojos. Yo, le puse mi mano
en su hombro…y lloré con él.
-Sí papá, es verdad, Lurigancho no es distrito.
Marco H. Paredes Gálvez
Setiembre de 1999
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