viernes, 23 de julio de 2021

2.-EL PRIMER ESLABON DE ORO - UNA DECISION IMPORTANTE

 Fue en 1957, en un viaje que realizaba con mi madre .Nos dirigíamos a la ciudad de  Huancayo en tren (el viaje duraba 12 horas pero era espectacular) en que por primera vez vi. A un cadete Leonciopradino. El estaba con su uniforme y se puso a ayudar a una señora campesina a subir unos bultos. No importó que estuviera con su uniforme y que pudiera ensuciarse. Más valioso fue la ayuda. Esa imagen me impresionó mucho .Cuando le pregunte a mí madre quien era; me contestó: un cadete del Colegio Militar Leoncio Prado. Esa imagen caló muy profundo en mi espíritu de niño. Tenía nueve años.

Pepelucho




UNA DECISION IMPORTANTE

Bajo la persistente llovizna jaujina del mes de marzo, mi madre, Efraín y yo caminábamos calle abajo por el jirón Bolognesi. Íbamos rumbo a las oficinas del notario Flores a legalizar los documentos que debíamos presentar esa misma tarde ante las autoridades del Colegio Nacional Santa Isabel, en Huancayo, a fin de poder postular y rendir los exámenes de selección               departamentales, convocados para el ingreso al Colegio Militar "Leoncio Prado" de reciente creación. 

Mi hermano Efraín que desde pequeño fue muy aficionado a la lectura había encontrado, mientras leía con avidez un ejemplar de "El Comercio", el aviso de convocatoria al concurso de admisión del CMLP y muy entusiasmado solicitó permiso a mis padres para poder postular, todo esto en el más impenetrable secreto. Como siempre él hizo las cosas a su manera, esto es en la forma más    solapada y misteriosa, tanto que yo estaba ajeno a sus andanzas, pese a que ambos, a pesar de nuestras interminables peleas y disputas por quítame estas pajas, éramos uña y carne y andábamos de arriba para abajo en mil aventuras y travesuras. Éramos los hermanos mayores de una familia formada por mis padres y seis hermanos más. Yo siempre fui un curioso innato. Me gustaba meter las narices en todas partes, aun en las que no era convocado. Para mí no había secreto o misterio capaz de arredrarme, al contrario, esto, estimulaba mi curiosidad e ingenio y es así como descubrí, después de muchos infructuosos intentos que abarcaron inclusive los sagrados bolsillos de mi padre, el bien cuidado y doblado recorte del periódico, que contenía la convocatoria al concurso de ingreso al Colegio Militar. Devoré con avidez el aviso y descubierto el secreto, comencé a cotejar cada uno de los requisitos exigidos a los postulantes, con los míos, encontrando los argumentos que me permitieron convencer a mis padres para que me autorizaran a concursar. Esto evidentemente les iba a significar un gran sacrificio económico. La economía familiar sólo se sustentaba en el sueldo que mi papá ganaba como maestro y en algunos ingresos extras que proveía mi madre con pequeños trabajos caseros. Que concurse uno ya era un problema, pero ¿Dos? Yo siempre creí en milagros y pensé que mis padres realizarían uno más de los tantos que les conocía. Por eso les pedí que me ayudaran al igual que a Efraín. La edad mínima que exigía el prospecto era de 14 años, yo los había cumplido en diciembre del año anterior, Efraín tenía 16. Debíamos haber aprobado el 2do.año de secundaria, yo acababa de aprobarlo con excelencia en el Colegio Nacional San José de Jauja, Efraín había aprobado con un envidiable primer puesto, el tercero de media, él tendría que retroceder un año, pero esto no le importaba. Había que tener buena conducta, no éramos un par de angelitos, pero ambos teníamos este certificado. La talla mínima era 1.10 m. yo media 1.40 y Efraín 1.30. En fin, en casi todo corríamos parejos, con la pequeña ventaja que a mí me caían las bases como anillo al dedo. Argumenté, discutí, supliqué, creo que hasta lloré para que me autorizaran a participar. Cuando todos estaban casi convencidos, en primer lugar mi padre que con esa decisión veía tambalear su escuálida economía, Efraín que había estado rumiando su desacuerdo, soltó un argumento al parecer irrebatible. 

Papá -dijo- en tono melodramático, en el que era experto cuando trataba de defender sus ideas y convicciones. Por Junín ofrecen sólo diez becas para todo el departamento y a ellas no podemos aspirar dos hermanos, vamos a terminar arrancándonos el mismo bocado. Además Oscar puede esperar, yo no, porque el próximo ya no tendré edad para que me acepten y además estaré cursando el 4to. de Secundaria, perder un año puede ser, pero ¿dos? 

No me deje vencer. Tiene razón -respondí- pero eso es fácil de solucionar, Efraín postulará por Junín y yo concursaré por Lima. Las bases señalan que se concursará por lugar de nacimiento, no de procedencia. Efraín ha nacido en Jauja y yo he nacido en Lima, y aunque no conozco Lima sino por fotografías, soy limeño. 

Analizados los pro y los contra se decidió que postuláramos los dos, y es así que ayudados por mamá, porque papá tuvo que viajar a Lima a tomar unos cursos de perfeccionamiento, empezamos la tarea de preparar nuestros expedientes. 

Fueron días agitados en los que íbamos a la Iglesia, a la Municipalidad, al Colegio, a la casa de personajes notables, etc., para conseguir los documentos exigidos. Nosotros además tratábamos de devorar cuanto texto escolar, -que los había en abundancia-, encontrábamos en la biblioteca de mi padre: libros de Historia, Geografía, Castellano, Matemáticas, estos libros que hasta entonces habían sido inaccesibles, pasaron por nuestros ávidos ojos en pocos días. Efraín tenía la rara virtud de leer con increíble rapidez, siempre me ganaba la partida y demostraba estar mejor preparado que yo. 

Fue cuando cruzábamos la Plaza Principal de Jauja que nos encontramos con la Tía Rosa, próspera comerciante local, hermana de mi padre y mamá de nuestro primo Tito con quien compartíamos juegos y paseos desde siempre. 

Tito era un muchacho pequeño de estatura, más pequeño que Efraín, pero grande en ingenio e inteligencia y con él yo había estudiado el año anterior compartiendo la misma aula. La tía Rosa que iba rumbo al mercado, en menos de lo que canta un gallo nos sacó toda la información sobre nuestras gestiones y aspiraciones, mamá le contó de nuestros afanes y deseos y ella sin darnos tiempo de despedirnos partió rauda con la decisión tomada: Tito también postularía a ese Colegio Militar del que no tenía ni noticias. No faltaba más exclamó a modo de despedida ¿por qué ustedes sí y él no? lo que es bueno para ustedes será también para Tito. 

Pensé que era una chifladura de la tía. ¿Cómo iba a poder hacer en dos horas lo que a nosotros nos había llevado días? 

Gran sorpresa nos llevamos todos cuando a medio día, en la estación de ferrocarril, donde esperábamos la partida del autovagón que nos llevaría a Huancayo, apareció la tía Rosa sudorosa y triunfante, llevando casi a rastras al pobre Tito, quien no atinaba a explicarse qué hacía allí y a qué iba a Huancayo con tanta prisa. La tía informó a voz en cuello que el expediente estaba completo, que aunque todo le había costado mucho dinero, no importaba, al día siguiente su hijo estaría participando en el examen de selección a ese colegio. 

Tito con la boca abierta por el susto y la sorpresa, no atinaba a decir palabra, sólo sonreía confundido y movía como sopladores sus grandes orejas y sufrió otro susto aún mayor cuando su madre le puso sobre sus pequeños brazos una ruma impresionante de libros de la más diversa índole, a tiempo que le decía: "no te preocupes hijo, tú eres un buen alumno, ya aprobaste tu segundo de media y de aquí a Huancayo leerás todos estos libros, como devoras el Rataplán, el Peneca y el Billiken. Sé que al final del viaje estarás preparado para aprobar, para ganar a tus primos, inclusive". 

Llegamos a Huancayo pasadas las dos de la tarde. Nos recibió en la estación del ferrocarril el tío Juan, otro hermano de papá, quien nos llevó a la casa de Tito, una inmensa finca ubicada cerca de la Plaza de Huamanmarca en donde quedamos instalados con la consigna conminatoria de ponernos a estudiar sin distraernos para nada. Yo, -dijo- al despedirse el tío Juan, vendré mañana temprano para acompañarlos a que rindan sus exámenes. 

Esa noche Efraín convenció a Tito para irse al cine; pasaban una película de Arturo de Córdova y él era fanático admirador del actor. Me quedé solo en la casa, asustado y febril. No sabía cómo respondería mi cerebro al día siguiente, pero sí sabía que quería aprobar ese misterioso examen, aunque no fuera más que para conocer Lima, esa lejana y legendaria ciudad donde yo había nacido 14 años atrás, en el corazón de los Barrios Altos, en un viejo solar de la calle La Confianza, donde según mi mamá me contó, vivía cerca, muy cerca, el ex-Presidente de la República José Pardo al que confeccionaba sus ternos un sastre llamado Oscar Montes, tío lejano de mi papá. 

Temprano el domingo, el tío Juan nos llevó a un restaurant situado en la calle Real a tomar desayuno y luego al colegio nacional Santa Isabel, donde decenas de muchachos de todo color y condición pugnaban por entrar; ellos iban a disputar con nosotros un cupo a fin de poder viajar a Lima a participar en las finales de la selección nacional convocada para el ingreso al primer Colegio Militar de la República. 

Cuando todos estuvimos reunidos en el patio, nos ordenaron formar y marchando en filas de dos fuimos trasladados a una gran aula en donde bajo la atenta mirada de muchos maestros con rostros serios, algunos casi adustos, empezamos a rendir los exámenes que habían llegado de Lima. El tío Juan desde un ventanal nos miraba con ansiedad reflejada en sus claros ojos, y trataba de infundirnos ánimos con gestos y palabras que no entendíamos. 

Efraín estaba sentado delante mío, lucía casi indiferente, concentrado en resolver la prueba, yo iba de la euforia a la depresión, de la lucidez a la estupidez emotiva; en realidad, la prueba no era tan difícil como me lo había imaginado, pero el sistema era nuevo para mí y para todos, empezaba la aplicación de lo que más tarde serían las famosas pruebas pedagógicas objetivas. Tito tenía cara de pavor, se esforzaba y trataba de concentrarse, pero se notaba que tenía dificultades, ¡Cómo no tenerlas! si su madre había cambiado abruptamente su cómoda situación de ayudante en la venta de cueros y suelas por la del postulante que debía sentarse a competir con quienes, habiendo decidido su participación con oportunidad, se habían preparado con la anticipación necesaria. 

A las dos o tres horas terminó el examen, los profesores recogieron las pruebas y nos ordenaron que nos fuéramos a casa. Al día siguiente, en la mañana, se publicarían los resultados. A la salida del colegio nos esperaba el tío Juan nervioso, agitado, parecía que él también había rendido el examen. Nos empezó a acosar de preguntas. Efraín como siempre, estaba silencioso y enigmático, con él no iba la cosa, yo contestaba atropelladamente las preguntas del tío, mientras Tito que no podía ocultar su desen-canto, expresó en una frase todo lo que sentía: " sólo a mi mamá - dijo- se le ocurre hacerme estas cosas". 

El lunes muy temprano fuimos al Santa Isabel a escuchar la lectura de los resultados. 

Una treintena de muchachos habíamos aprobado los exámenes y debíamos viajar a Lima para las pruebas finales. Tito nos dio la gran sorpresa, aprobó no sabemos cómo. Al conocer los            resultados, una desbordante alegría nos invadió y en medio de gritos, abrazos y palmaditas a la espalda festejarnos nuestro primer éxito. El trío se consolidó y al llegar a Jauja empezamos a preparar el viaje a Lima, la capital del Perú, nosotros nos reuniríamos con papá y Tito iría con el suyo. Eso pensamos. 

Mamá se esmeró en prepararnos la ropa adecuada y acondicionó en una vieja maleta, nuestro pequeño equipaje en el que no faltaron los ternos que el maestro García, a quien no sé por qué llamaban "muca", nos había confeccionado para esta ocasión. También en una pequeña cesta llenó panecillos y dulces de la provincia que ella había comprado para nuestro fiambre. Cuando ya estaba todo listo para el viaje, volvió nuevamente a aparecer la tía Rosa que se enteró de nuestra partida no sé por qué medios. Nos miró y en tono imperativo comunicó que Tito también viajaba con nosotros, que todo estaba preparado y que al día siguiente nos encontraríamos en la estación del tren. Mi madre, que consultaba todas sus decisiones con mi padre, se quedó sin palabra y entre resignada y temerosa, encogió los hombros y prosiguió con los preparativos. 

La noche anterior al viaje me escapé de la casa y subí a una pequeña colina cercana al barrio donde vivíamos, desde allí mu-chas veces contemplaba el valle en los atardeceres. Vi llegar el crepúsculo, el valle se extendía ubérrimo más allá de donde llegaba mi visión. Cerré los ojos y empecé a meditar, a imaginarme cómo sería el viaje a Lima, ¿dónde quedaría el Colegio Guadalupe? ¿por dónde pasaría el río Rímac al que todos llamaban el río hablador? y ¿cuántos postulantes seríamos? ¿cómo serían los limeños? ¿qué era yo? ¿serrano o limeño?, me asustaba usar terno con camisa y corbata, como los viejos. No quería aceptar que mamá se quedara sola con mis pequeños hermanos, la última Charo tenía sólo pocos días de nacida. Y, ¿mis amigos? ¿Esta sería la partida definitiva? ¿volvería pronto? Ahí tomé una decisión. No volvería jamás, iba a Lima y allí me quedaría aunque no ingresara al Leoncio Prado. Era un reto, tenía que aceptarlo. Cuando me di cuenta había anochecido y desde Pomacocha, así se llamaba el lugar donde me encontraba, contemplé el límpido cielo serrano que estaba cubierto de estrellas y al fondo en el valle brillaban pequeñas lucecitas titilantes. 

Volé a casa y llegué cuando mamá servía la que sería nuestra última comida en Jauja. Se había esmerado con el menú y quería demostrarnos de esta manera cuánto nos amaba. Preparó lo que más nos gustaba: papas rellenas para mí y torrejas de plátano para Efraín. Nadie habló durante la comida. Mis hermanos estaban como asustados y apenados, no entendían por qué nos marchábamos, ellos pensaban que se vaya uno está bien pero, ¿por qué los dos mayores? ¿Por qué? Mi madre nos contemplaba en silencio evitando que las lágrimas anegaran sus límpidos ojos de mujer buena, quería alentarnos pero sentía algo que desgarraba su corazón. Al final de la comida les dijo a mis hermanos que Efraín y yo partiríamos temprano a Lima, que nosotros íbamos primero, pero que, pronto, todos estaríamos juntos en Lima. Sus palabras tranquilizaron a mis hermanos y comenzaron las bromas y chistes que amenizaban nuestras reuniones. Rubén unos de los menores me aconsejó: "ten cuidado, no te vayan a vender un tranvía, me han dicho que los limeños son muy sabidos". Mis hermanas lloraban en silencio, asustadas. Esa noche casi todos nos desvelamos y mamá no cesó de darnos encargos y consejos. 

Temprano estuvimos en la estación del ferrocarril y esto sirvió para que mamá nos recomendara ante un señor, que con un mandil blanco y un maletín en la mano se aprestaba a viajar con nosotros. Era el señor Rodríguez, enfermero del tren durante el día y director del diario "El Porvenir" por las noches, amigo de mi papá, él se había afincado en Jauja para atender la salud de su esposa que sufría TBC. Fue providencial este encuentro porque disipó nuestros temores y nos dio seguridad y confianza. Al llevarnos al coche-bufete en atención a su amigo Enrique, que también era escritor, como él, Rodríguez -nos dijo- no se preocupen que "soroche" no les va a dar y además yo les invitaré el almuerzo; así fue que viajamos en primera clase, y además muy bien atendidos por un enfermero que se prodigó a fin de quitamos el susto de esta separación que, en mucho, significó para nosotros el rompimiento del cordón umbilical y la búsqueda de una identidad propia. A partir de ese momento tendríamos que aprender a bailar con nuestro propio pañuelo. 

El viaje fue muy entretenido y revelador y desde Jauja empezó el ascenso del ferrocarril que terminaría en Ticllio a cerca de 5000 metros de altura. Pasamos La Oroya, el centro metalúrgico que explotaba la Cerro de Pasco Copper Corporation, cerca de las diez de la mañana y observamos asombrados cómo todo vestigio de vegetación había desaparecido, mientras una gigante chimenea vomitaba humo letal. Efraín había viajado a Lima en una oportunidad acompañando a mi padre y algo conocía del viaje; Tito sí había viajado con su madre muchas veces y se estaba convirtiendo en nuestro cicerone, indicándonos los nombres de los poblados que cruzábamos velozmente. A partir de La Oroya empezó el ascenso a las cumbres nevadas de los Andes, el tren sufría al subir y subir y parecía que entonaba una lastimera canción: mucho peso... poca plata...., mucho peso... poca plata. 

El tren jadeante avanzaba lentamente para alcanzar el punto más alto de la cordillera: la cima, desde ahí se observaba el majestuoso picacho: el monte Meiggs denominado así en honor al constructor del ferrocarril más alto del mundo y donde flameaba orgullosa una bandera peruana. En este punto se cruzaban los trenes que venían de Lima con los que lo hacían desde Huancayo. Aquí el enfermero Rodríguez se despidió, cambiaba de tren y regresaba a Jauja. Un fuerte apretón de manos y un ¡buena suerte y saludos a Enrique! fueron sus últimas palabras antes de abordar el otro tren. Nos quedamos pegados de la ventana mirando cómo decenas de vendedores ofrecían sus mercaderías a los cansados viajeros. De Ticlio el tren empezó a bajar hacia la costa y mientras devoraba kilómetros, entraba y salía de infinidad de túneles construidos entre cerros de la cordillera para ganar seguridad en el desplazamiento. Al llegar a Matucana un vaho húmedo y caliente nos invadió, empezamos a sudar, la temperatura aumentaba más y más. En Chosica tuvimos que quitarnos las chompas y quedar en mangas de camisa. Todo era nuevo, diferente, excitante, la gran capital se acercaba y nosotros estábamos cada vez más ansiosos. Paramos en Vitarte y después en la Estación de Desamparados y nos pusimos a buscar con avidez el rostro de mi padre. No lo ubicamos, se había retrasado. Decidimos bajar y esperar en la puerta de la estación. Mientras veíamos salir decenas de viajeros cargados de todo tipo de bultos o paquetes, empezamos a admirar  la residencia de Palacio de Gobierno que se erguía majestuosa frente a nosotros. En minutos llegó mi padre, sudoroso, había tenido un pequeño contratiempo que lo retrasó. Tomamos un taxi y marchamos rumbo a la casa, situada en el barrio magisterial, en donde nos instalamos para reiniciar nuestra preparación y terminar las gestiones que nos permitieran ingresar al CMLP. 

Los días se sucedieron con increíble rapidez y llenos de incesante actividad. Pronto nos acostumbramos a ir al colegio Guadalupe donde se efectuarían los exámenes orales y escritos, lugar donde además el Corónel Marín se había instalado para atender todos los asuntos referentes al ingreso. 

Del Guadalupe en tropel marchábamos hacia la Colmena, donde se efectuaban los exámenes médicos y al Estadio Nacional donde se realizaban las pruebas de esfuerzo físico. Pasábamos de una situación a otra sorteando cada uno de los pasos señalados, incluyendo el examen psicotécnico. La selección fue rigurosa tanto en el aspecto de conocimientos, inteligencia, y esfuerzo físico como en el de salud. Acuciosos ojos de diversos especialistas nos examinaron la boca, los ojos, los pulmones, el corazón, etc. Resultaba evidente que querían seleccionar no solamente estudiantes preparados física e intelectualmente, sino fundamentalmente sanos. 

Los exámenes fueron severos y el propio Coronel Marín supervigiló cada uno de ellos; al final nos anunciaron que los resultados serían publicados en una de las vitrinas del Colegio Guadalupe. El día señalado casi no dormimos y temprano         estuvimos en el Guadalupe para saber cómo nos había ido. Efraín había ganado una beca por Junín, Tito se quedó en la puerta y no ingresó. Yo había ganado una beca por Lima. ¡Qué alegría! los dos habíamos ingresado como becarios. Lástima de Tito que de tanto nadar se quedó en la playa. Pero este escollo no lo desanimó, regresó al San José de Jauja y siguió preparándose, esta vez en base a la experiencia ganada, al año siguiente ganó una beca y fue leonciopradino de la segunda Promoción, con la que egresó el año 47 ocupando uno de los primeros lugares del Cuadro de Méritos. 

Tito regresó a Jauja y nos quedamos en Lima preparándonos para internarnos en el CMLP Efraín y yo. Vivíamos con unas viejas tías en la casita del barrio magisterial. Ellas nos proveían de dinero para movilizarnos y sobre todo para ir al cine, Efraín era un fanático de todo tipo de películas y acontecimientos. Siempre fue así, en Jauja seguía todos los eventos deportivos pegado a un viejo radio y conocía de nombre a futbolistas y boxeadores. Días antes de ingresar al colegio se produjo en Lima un acontecimiento boxístico de antología: peleaban el argentino Lowell contra el chileno Godoy, estaba en disputa el cinturón de campeón sudamericano de box en la categoría semi-pesado. No sé cómo hizo Efraín para ir a la pelea. Creo que la tía María Luisa le dio el dinero que necesitaba para pagar su entrada. Los diarios informaron al día siguiente que la pelea fue un "tongo" y que los espectadores enfurecidos incendiaron la tribuna norte del estadio nacional. La primera experiencia de los "grandes espectáculos" no fue para Efraín la mejor, atrapado por una multitud que pugnaba por avanzar y retroceder ante los ataques de la policía, fue víctima de un baño de agua pestilente que le prodigaron los bomberos. Estuvo no sé cuántas horas con la ropa mojada y cuando llegó a casa "volaba" en fiebre. Luego le vinieron una serie de complicaciones en su salud y papá decidió que regresara a Jauja a curarse de sus males, quedé solo en Lima e ingresé al CMLP en la primera quincena de mayo, en reemplazo de Efraín ingresó el tarmeño Juan Carrión Ruiz.


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