TRES TIGRES AL ACECHO
Gran parte de la rígida preparación que recibimos durante el primer año y de los éxitos que cosechamos al exterior, se debió a la incansable, infatigable y perseverante labor de tres jóvenes tenientes del ejército que recibieron la tarea de ser nuestros instructores; cada uno tenía una personalidad muy especial y una forma de actuar y decidir diferente, sin embargo parece que su labor se complementaba a diario y eran tres tigres al acecho, exigentes en el cumplimiento de los reglamentos y preocupados porque el porte y disciplina de los cadetes de las diez secciones a su cargo, fuera cada día mejor.
El teniente Francisco Quevedo había sido especialmente escogido por el Coronel, para instruir a los bisoños adolescentes que habíamos ingresado al CMLP procedentes de todos los rincones del país. En su cara de cholo blanco, mofletuda, lucía un par de bigotitos luciferinos. Era medio derrengado al andar, tal vez medio patizambo. De voz chillona, aparecía furtivamente por donde menos lo esperaban y causaba pánico entre suboficiales y cadetes. De gestos y actitudes teatrales, parecía haber egresado de la AAA.
Lanzaba peroratas grandilocuentes y se refería continuamente a la falta de porte y forma de saludar de muchos cadetes. No le gustaba cómo lo saludaban y siempre terminaba repitiendo que éramos militares y que como tal debíamos ser pulcros, ordenados, limpios de cabeza a pies. Nuestra característica debía ser la elegancia y el buen porte. Alguna vez gritó que quien no quería estar en el colegio se fuera a la calle con "sombrero verde y pantalón colorado y que caminara silbando". El a fuerza de gritos manejaba al batallón de cadetes como un reloj y cuando estaba de guardia sus pequeños ojitos escrutadores descubría faltas donde no las había y ordenaba al sub-oficial de servicio o al brigadier de sección que anotara a tal o cual cadete, condenándolo a la pérdida de la salida dominical.
Quevedo despertaba odios y bajas pasiones en muchos cadetes que no lo soportaban, que lo veían como el símbolo del despotismo y el abuso, de la negación de la bondad y la comprensión. Quevedo representaba la imagen del militar prepotente, él lo sabía y parece como que le gustaba la cosa, pues se esforzaba por parecer cada día más duro y déspota.
Antes del rancho de las 6 de la tarde todos formábamos en el patio principal para que se pasara lista, se leyera la orden del día y se repartiera la correspondencia a los provincianos o a los que viviendo en Lima, recibían cartas de sus enamoradas o sus familiares. Esta era la hora en la que el oficial de turno asumía el control total del colegio y se convertía en amo y señor de la situación. Era la hora de la comprobación del porte de los cadetes y de lo poco o mucho que habían aprendido de las normas militares. Más de uno temblaba cuando Quevedo, enfundado en su abrigo verde y con cristina que le caía hasta cerca de sus ojillos pequeños, contemplaba cómo se cumplían sus órdenes y aprovechaba para castigar a quienes, según él, no cumplían con los requisitos de porte y saludo reglamentarios. Seis pasos antes que el brigadier, en correcta posición de firmes, después de hacer sonar los tacones de los zapatos al juntarse y la mano rígida en perfecto ángulo con el antebrazo e impecable media vuelta para retirarse, eran parte del rito que había que cumplir a la perfección o resignarse a recibir una papeleta por si se fallaba en algo, frente al Marte atrabiliario.
Pero Quevedo, el imperturbable y despótico Quevedo, tenía su lado humano y pronto lo descubrimos cuando el Director Marín compró el piano de cola, y Quevedo ante el asombro y aplauso de todos los cadetes, se deleitó tocando valses y polcas jaraneras. Mostró su lado humano y descendió a la tierra de nadie al son de melodiosos acordes de música criolla. Quevedo era un jaranista fuera de serie y sentado frente al piano se transformaba en un hombre apasionado por la música.
Quevedo desposó a la sobrina de un maestro de la Facultad de Odontología, el doctor Angel Ocampo Eguren y en su casa del jirón Abtao, cercana al barrio magisterial participamos en más de una ocasión de muchas jaranas de antología. Años después supe, que había marchado al departamento de Amazonas para adminis-trar los bienes de su mujer. No sé cómo le fue con la Reforma Agraria de Velasco. En la década del 80 lo vi algunas veces en la Plaza de Acho, resultó que era muy aficionado a los toros. Des-pués, Juan Carrión que ha cultivado su amistad a través de todos estos años lo llevó a algunos de nuestros clásicos almuerzos o comidas de camaradería, está más gordo y con menos ímpetus, pero no deja de ser el orgulloso y pedante oficial que conocimos en el cuartel de la Guardia Chalaca en 1944.
Rodolfo Rake fue otro de los tres tigres que nos pusieron como instructores con la consigna de convertirnos en poco tiempo en inmejorables soldados. Rake tenía sus buenos metro noventa de estatura, era delgado y su cuerpo se sostenía sobre dos larguísimas piernas en las que las botas le llegaban a media canilla, a diferencia de las de Quevedo que se acomodaban como acordeo-nes en sus piernas semichuecas. Colorado, con pescuezo de gallo carioco, sobre los labios, bigotes rubios, casi colorados. De hablar engolado, tenía enigmática sonrisa, nunca supimos si estaba furio-so, serio o alborozado. Su expresión era inconfundible y no la cambiaba mientras ordenaba un castigo o hacía cumplir una disposición, sin embargo estaba lejos de ser prepotente o abusivo, sería una exageración decir que lo veíamos como un padre, sí como un hermano mayor cachaciento y jodedor. Clásica resultaba la peculiar forma de llamar la atención: "ese ZONZONAZO...". En una oportunidad a la hora del almuerzo el mayordomo se había olvidado de dejarme la porción del pan a la que tenía derecho, sentado volteé a medias y alargué mi mano para reclamar, Rake con sus vivísimos ojos azules me descubrió desde la lejanía del comedor de oficiales que estaba cerca de la cocina y a muchísimos metros de distancia. Se levantó, avanzó a grandes zancadas y me sacó del lugar para preguntarme porqué había metido la mano al mayordomo. Azorado no supe qué contestar, traté de explicar que estaba reclamando el pan. Nada, imperturbable sacó su block de papeletas y su bolígrafo azul y me puso una papeleta. "Por practicar juegos indecorosos con un sirviente". De nada valieron mis explicaciones y excusas, me quedé sin salida ese fin de semana. Quedaron grabadas en mis pupilas esa sonrisa cachacienta del que cree que tiene la razón.
Dicen que era arequipeño; a lo mejor, aunque pocas veces pudimos observar que tuviera "nevada" y a Concha Fernández que resultaría su paisano, nunca le perdonó una.
Preparó con singular esmero a la tercera compañía, de la que era jefe, para las fiestas patrias y el desfile del día de la inauguración y lució con elegancia que causaba admiración, su impecable uniforme de parada, color negro, con entorchados dorados y reluciente espada. Su paso de desfile al frente de la compañía de los más imberbes del CMLP resultó apoteósico.
En el colegio, siguió con el ingreso de la segunda y tercera promoción y pasó a dirigir otras compañías, ascendió a Capitán y pronto se aburrió del ejército y se marchó. Entro a trabajar a la Coca Cola, la transnacional que maneja muchísimas embotelladoras en el país y pronto su capacidad intelectual y su habilidad para tomar decisiones lo hicieron llegar a cargos gerenciales. Le llegó la época de las vacas gordas, empezó a ganar mucho dinero. Un buen día fue víctima de un accidente cerebro-vascular y lo trajeron a Lima en un avión especialmente fletado, nada pudieron hacer los médicos, perdió la batalla de la vida, víctima de un paro cardíaco.
Completaba el trío el teniente Jorge Barandiarán, oficial joven de elevada estatura y maneras autoritarias, era expresión viviente de un militar disciplinado, atlético, severo. Blanco, con bigotes dorados, resplandecientes con su impecable vestimenta, sus botas relucientes y su casaca de cuero. Gentil y a veces aparentemente monse, era sin embargo lo que en términos castrenses se denominaba un "verde". Lo veíamos con admiración y muchas veces lo encontrábamos en la calle sobre atronante motocicleta. Amigo y practicante de aventuras insólitas, en una oportunidad se lanzó al embravecido mar de La Perla junto al suboficial Dávila al que por sus excentricidades pronazis lo conocíamos como "el loco Dávila", para nadar y desafiar el peligro. Todos miramos con admiración esa hazaña y hasta aplaudimos cuando regresaron sudorosos y cansados, pero triunfantes en el desigual desafío.
Cuando se programaron las maniobras de fin de año en el cerro San Juan, asistió todo el batallón de cadetes con el coronel Marín y su estado mayor, jefes, oficiales y suboficiales. También asistió en calidad de invitado especial, el doctor Raúl Porras Barrenechea, famoso historiador peruano que nos dio una lección de Historia en el escenario del que fue, en la guerra con Chile, campo de la batalla de San Juan y Miraflores. Fueron maniobras muy duras y exigentes que servían para medir nuestro grado de preparación y resistencia física. Al llegar a la playa fuimos autorizados a darnos un chapuzón con las consabidas recomendaciones de hacerlo con prudencia y casi en las orillas. Cuando estábamos en lo mejor del baño nos sorprendieron las voces de auxilio de dos cadetes que se ahogaban por haber nadado más allá de lo permitido y no poder regresar a la orilla, por impedírselo las bravas olas del mar. Quedamos paralizados sin imaginarnos qué desenlace podía tener este accidente. Dice Gustavo Cesti que él y Atilio Brignetti se lanzaron en auxilio de sus compañeros y que también Barandiarán al darse cuenta del peligro que corrían los cadetes se despojó de su uniforme y sus botas de campaña y se lanzó al mar embravecido en auxilio de los bañistas a los que sacó a tierra en forma impecable, prodigándoles además los primeros auxilios inmediatos; los casi ahogados eran el brigadier general Lucho Villar y el sobrino del coronel director Antonio Silva Marín que por este hecho fueron privados de formar parte de la delegación que fue a Cuba atendiendo una invitación del Gobierno de la Isla. El teniente Barandiaran fue felicitado por su valentía y arrojo en el Orden del Día y a Cesti le levantaron el castigo de rigor que cumplía por haber cortado la gorra del suboficial Cáceres. Regresamos a La Perla en los viejos camiones Thornton que nos servían de movilidad, cansados, sudorosos, fatigados pero contentos con esta nueva experiencia en el campo militar que nos aproximaba sutilmente a lo que podría ser la guerra y sus consecuencias. Quedé impresionado por la fluidez del lenguaje y la precisión de los datos que nos proporcionó Porras Barrenechea a quien conocería personalmente años después en el patio de letras de San Marcos.
Barandiarán fue inflexible en el cumplimiento de las normas y reglamentos, exigía a todos, tanto como se exigía a sí mismo, arrogante, atlético, creíamos que era capaz de cualquier hazaña y lo mirábamos con respeto y admiración, sobre todo después de lo que vimos en Chilca y en el mar de La Perla.
Se fue del Colegio, sirvió en muchas guarniciones y cuerpos del ejército y la revolución de Velasco lo encontró de General de Brigada y cuando el hijo del Mariscal Benavides fue sacado del gobierno revolucionario, Barandiarán fue Ministro de Agricultura y allí acogió a muchos leonciopradinos encargándoles Direcciones y Asesorías. Ahora debe descansar su retiro y evocar con alegría sus hazañas juveniles.
Otro recuerdo que guardo de él es aquella oportunidad en la que nos sorprendió en uno de los patios disputando con el negro Granados y tratando de irnos a las manos. Nos cogió desprevenidos y sin mayor trámite nos llevó al despoblado estadio del colegio, se sentó sobre un muro cruzando las piernas y nos ordenó: así es que peleadorcitos ¿no? pues ahora tienen libertad para fajarse cuanto quieran y si no pelean bien, les impondré un castigo que se van a acordar de mí por mucho tiempo. Empezamos a trompeamos con poco entusiasmo hasta que un golpe de Granados despertó mi furia y me fui sobre él como un torbellino, no me importaban ni los puñetes ni las patadas que recibía, quería acabar con las insolencias del negrito iqueño, fintero y hablador. Estuvimos peleando no sé cuánto tiempo hasta caer exhaustos uno al lado del otro. Barandiarán nos miraba cachaciento y al final sentenció: "Así aprenderán a ser hombres, par de cojudos."
En otra ocasión y estando formado el batallón antes del rancho de la tarde, estábamos estrenando uniformes de diario, nuevos, se le ocurrió pasar revista y con sus manazas gorilescas empezó a romper bolsillos y pantalones y convirtió al batallón en un conjunto de bataclanas con los pantalones descosidos y las camisas hechas jirones. Todo por no haber remachado cada bolsillo con hilo doble. En esa oportunidad cogió al "chato" Ancieta por las charreteras y lo elevó hasta las alturas de su metro ochenta sin que éstas se rompieran por estar muy remachadas con hilo doble, lo que no impidió que los botones saltaran y las mangas se descosieran, dejando al chato con la camisa hecha jirones.
El Coronel pasó de casualidad por el patio y se quedó petrificado por el espectáculo que ofrecíamos con nuestras piernas descubiertas. Dicen que castigó a Barandiarán por este exceso que era casi un abuso. Desapareció de las formaciones por algunos días y cuando reapareció estaba nombrado teniente encargado del rancho.
Estos son los tres tigres que nos enseñaron a ser soldados, a tener porte y a aguantar a pie firme, sin una queja, tal vez con alguna imprecación interna
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