La vaca, el chivo, el perro…
Carlos Cabrejos
XXXI
Lo vi entrar por la puerta principal de la ENAMM (Escuela Nacional de Marina Mercante) en una mañana de fines del verano del 1978. ¿Sería él? seguro que sí. No podría ser otro. Su eterna cara de niñito bien educado, bien sonriente y siempre con el mismo tono en su voz limpia y abierta. Después de un buen rato salió de la Subdirección de la ENAMM y el Subdirector se despidió de él dándole la mano. Me alegré al verlo antes de que saliera a la calle y cruzamos unos breves saludos ya que me encontraba de guardia. Desapareció dulcemente el Subdirector y me quedé unos instantes con mi amigo, el ex leonciopradino de la XXXIII y futuro cadete de la ENAMM de la Novena Promoción: Carlos Durand Matos.
-Hola ¿Cómo estás ? -le saludé como siempre lo hice con simplicidad pero mirándole a los ojos y simultáneamente sonreímos.
-¡Mi técnico, Carlos Cabrejos!, ¿cómo está usted? -me respondió alegremente, y así conversamos unos momentos y ya no era necesario preguntárselo.
-Sí, Carlitos Cabrejos, me voy a presentar a la ENAMM y ojalá que ingrese y bla, bla bla…
Lo había conocido como se conocen de verdad a todos los perros en el CMLP (Colegio Militar Leoncio Prado): cuando estuve arrestado un fin de semana completo.
La vida de los arrestados en el CMLP tiene características singulares. La desgracia comenzaba el mismo instante en que se publicaba la lista de arrestados. Algunos se quedarían medio día, otros todo el sábado, otros todo el domingo y otros durante varios fines de semana.
Los condenados a perder parte o todo el fin de semana se resignarían a su mala suerte. Las razones que motivaron esa pérdida de libertad eran diversas: Falta de respeto a algún superior, no haber pasado bien la revista de prendas, robo no esclarecido, mal comportamiento dentro o fuera del colegio, en algunos casos malos resultados académicos o rebeldía general que implicaba que toda la promoción se quedase consignada o en otros casos por razones injustas.
La rebeldía general era una muestra de solidaridad que se tenía con los compañeros de año cuando algunos de éstos habría cometido alguna falta y que pudo significar una sanción fuerte o la expulsión del colegio. Por supuesto, mirado con los anteojos del presente puede parecer una gran estupidez tomar como responsables también a los inocentes por las faltas, robos, incumplimiento de las órdenes de algunos cadetes; pero, visto con los ojos de esos años y recordando a nuestros líderes como Giordano, Guerra, “el entallado Torres”, Lloret de Mola, Sedano, Pancho Rouillon, “los mellizos Miranda”, Montalvo, Antúnez de Mayolo, Pareja, y muchos otros, etc., y escuchando sus argumentos para que no se delatara a tal o cual cadete, me entra todavía esa sensación de defender a los míos como cuando alguien dice algo mal de mi familia o como cuando tengo que cerrar los ojos y callar ante los errores de mis hermanos.
En realidad, durante mi estadía en el CMLP no fueron muchas las veces en que me quedé arrestado. Era un cadete sin historia y mi comportamiento era como el de la gran mayoría, es decir, pasaba inavertido. Razones para vivir casi en el anonimato eran muchas. No era grande, el desarrollo físico casi se olvida de mí y tomé talla y cuerpo llegando al quinto año; pertenecía al club de periodismo y no era monitor, mis amigos y compañeros que formaban mi collera, tenían las mismas características que las mías. Éramos «the silent mayority» (la mayoría silenciosa); esa masa humana que forma el cuerpo de todo grupo social y que parece que no opina, que vive sin luz, que nace-crece-se reproduce y muere y nadie se da cuenta.
Todavía recuerdo como si fuese ayer esas mañanas y esas tardes de los sábados en que comenzaba nuestro «castigo». Lo que más jodía era ver a los compañeros de cuadra o de año prepararse para la salida. Muchas veces la salida era después de la marcha de campaña que comenzaba a las 4:00 de la mañana; otras veces, en cambio, era después del curso de instrucción militar. Al regresar a las cuadras a eso de mediodía, con nuestra nueva piel hecha de sudor y tierra limeña que tiene el mismo sabor en toda la costa, y con los uniformes de campaña polvorientos, la melancolía se apoderaba de uno. Requintar en estos momentos ya no tendría sentido. Cumplir el castigo era la mejor opción y después de todo, los cadetes se repetían a sí mismos como las oraciones bien católicas: « ….Es parte de la formación cadete…», «las órdenes se cumplen sin dudas ni murmuraciones siendo responsable el superior que las imparta….», «Disciplina, Moralidad, Trabajo, el decálogo del cadete,… etc».
En las duchas, los que tenían derecho a la calle, comenzaban a discutir de lo que les esperaba al salir del CMLP. Todavía huelo los desodorantes, los after shave, los polvorientos talcos para bebés (casi siempre ¿Menem?) que los cadetes se frotaban por todo el cuerpo y especialmente, con mucho cuidado, por el culo y los huevos, abriendo bien las piernas con una ligera flexión de las rodillas.
Luego se pondrían el uniforme de salida, sea de invierno o de verano, de acuerdo a la estación. Las estrellitas relucientes de su uniforme de salida sobre sus hombros les darían el status. Una estrellita Cadete del tercer año-alumno-perro, dos estrellitas Cadete del cuarto año-aspirante-chivo, tres estrellitas Cadete del quinto año-técnico-vaca. Era gracioso ver que para los sastres del CMLP era un dolor de cabeza confeccionar los uniformes para los cadetes «en crecimiento». Por esta razón, y para ahorrarle trabajo y billete al ejército peruano, todos los cadetes del Tercer Año tendrían sus uniformes como si fuesen pijamas: muy holgados (bolsudos), los quepis serían como vasinicas sobre sus cabezas tiernas, los cuellos de las camisas blancas serían por lo menos dos dedos más grandes que sus cuellos y los pantalones tan anchos que parecían los pantalones de los mafiosos de Chicago.
(Publicada en la Gaceta Leonciopradina Nº 186 )
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