viernes, 15 de julio de 2022

La vaca, el chivo y el perro – III

 La vaca, el chivo y el perro – III

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CARLOS CABREJOS XXXI

carlos.cabrejos@telenet.be

 

Perder un fin de semana en tercero o cuarto era normal, comprensible y hasta saludable; pero perder la calle estando en quinto año era una gran desgracia.

Recuerdo como si fuese ayer la tarde de ese sábado y domingo que me quedé o, mejor dicho, nos quedamos arrestados yo y mi pata Henry Flores Puga (leer Lectura de Malacate VIII, mi amigo Henry). ¿Qué hacer? ¿Estudiar? que no joda el profesor de matemáticas y menos el de historia;  ¿Hacer deportes ? ¿Con el flojo de Henry ? ¿otra vez escucharle decir que su hermano tenía un contrato ese sábado para una fiesta en Miraflores y que sería su equipo de luces y sonido el que se utilizaría y que si hubiésemos estado de franco pudiésemos haber ido? todas estas especulaciones me ponían la piel de gato amargo y odiaba a todo lo que tenía algo que ver con este colegio de mierda, hasta a ti Henry !véte huevón! , anda lee tus revistas de mierda!», pero no.  En estos momentos cualquier compañía era mejor que la soledad y cualquier cigarrillo o trago haría olvidar la calle aunque sea por unas horas hasta el toque de silencio.  

-¡Vamos, compadre! -le dije al técnico Henry Flores Puga, mi pata del alma, éramos tan patas que hasta nos castigaban juntos. Éramos todo lo contrario. Yo, como todo buen chalaco, a todo le veía la pendejada, la familia de mi madre venía del Rímac y la de mi padre de todas partes menos de la clase media y la clase alta de Lima o sea que tenía buena formación para la pendejada. Henry, sin embargo, tenía una cáscara que no tenía nada que ver con el fruto. El cacharro de huachimán que se manejaba no coincidía con su comportamiento, y el volumen de su voz no inspiraba respeto ni a los ratones. Él estaba arrestado conmigo  ese fin de semana…

¡Flores -nunca lo llamé por Henry, que parecía su chapa-. Vamos a joder a los perros ! -su respuesta para mí ya no era sorpresa y como lo conocía bien sabía que lo único que tenía que hacer era dejarlo hablar, mirar al cielo esperando que termine su argumento y después lanzarle el epílogo:

-¿Ya acabaste?, bueno ¡vamos y no jodas, huevón!  -Yo y él éramos como Leoncio León y el tristón (serie de dibujos animados). Por supuesto yo era como el León y él un inteligente tristón.

-Oye, Cabrejos, para qué quieres ir donde los perros, vamos al casino a jugar ping-pong y a comernos unos piononos.

-Ándate a la mierda, huevón, primero que no tengo plata. Segundo que los perros acaban de recibir visita y deben haber recibido mejores manjares que los malditos piononos que tienen sabor a pelícano en este colegio de mierda y además antes de que nos toque a nosotros para jugar al ping-pong vamos a tener que fumarnos como diez cigarrillos que habrá que comprar, ¿Acaso tienes billete tú, andas igual o más misio que yo?

Alguien tendría que ser motivo de revancha. Este fin de semana habrían víctimas inocentes; a ver, ¿Los chivos? no, mejor no con ellos -me decía Henry- son demasiado bronqueros y ya no son tan huevones-. Entonces no quedaba más que la carne inocente, cojudita y temblante de los perros. Aunque tuve que convencerlo a Henry y, sobre todo, a darle un curso acelerado para dar órdenes y para fingir un bozarrón que él no tenía. Su voz fina, desentonada y con gallitos no inspiraba respeto ni a las hormigas y él lo sabía; pero debo admitirlo, me propuso una estrategia:

-Carlitos, mira qué te parece si entramos donde los perros cuando estos estén abriendo las encomiendas que la visita les habría dejado y solamente tú hablas y das las órdenes, después de todo,  eso es lo que te gusta, ¿sí o no, cabrejitos? te conozco como a mi hermano mayor; en eso sí se parecen.

Debió ser un sábado por la tarde a principios de abril  cuando sucedió este encuentro con los perritos de la XXXIII y en especial con el alumno-perro Carlos Durand Matos. Entramos en su cuadra y los grandes pendejos, que yacían en sus camas uniformados de kaki nuevecitos, relajados, hablando de la visita de sus padres que había terminado y saboreando una que otra delicia que aquellos les habrían dejado, de pronto escucharon de voz de uno de sus compañeros que nos vio entrar:  

-¡Atencióóóóón!

A nosotros, que entramos como el lobo feroz o como un par de hienas hambrientas, en el fondo nos gustaba esa sensación de poder y los vimos a ellos, los perros, guardar debajo de sus almohadas lo que sería en unos momentos nuestro. Estaban todos cuadrados como unos postes mirando al cielo, pero para acentuar nuestra presencia sádica agregué:

-¡Levante la cara, carajo! -mi compañero que tenía que hacer un esfuerzo para no cagarse de risa y sacar algo de su inexistente voz militar agregó con voz grave, gutural:

¡Mire su frente, perro!

De pronto, el silencio se apoderó de ellos y nosotros. Ellos temblaban, respiraban aceleradamente, algunos cerraban los ojos otros hacían esfuerzos para no pestañear. Nuestra presencia era una maldición para ellos.

-¡Para ranas 1-2 !  -y de inmediato se doblaron los cadetes del tercer año, mientras respondían:

-! 3-4 !     -y dimos la orden:

-¡A comenzar! -mientras ellos contaban y contaban y saltaban y saltaban nosotros nos dedicamos, así como hacen  los piratas, a rebuscar, desordenando, a olfatear como las ratas, a saborear con la mirada el botín que nos esperaba para la noche del sábado. Chocolates, conservas, galletas, mermeladas, eso parecíamos: ratas y piratas.

( Publicado en el Nº 188 de la Gaceta Leonciopradina)


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